Crítica:CRITICA DE EXPOSICIONES

Mathieu

Entre aquel Georges Mathieu que, enfant terrible, irrumpió hace casi veinte años en las salas del Ateneo madrileño, con mirada insolente, gesto mesiánico y frenesí vanguardista, y este otro que nos acaba de llegar por vía, digamos, de recepción diplomática..., no media otra diferencia, como fácilmente puede desprenderse de lo dicho, que el cambio de ademán, de modales externos, en tanto sus pinturas siguen ancladas en los postulados, más que en los impulsos, de una presunta expresión repentizada a favor del deseo o de la interna necesidad manifestativa.Mucho han cambiado las cosas desde los ti...

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Entre aquel Georges Mathieu que, enfant terrible, irrumpió hace casi veinte años en las salas del Ateneo madrileño, con mirada insolente, gesto mesiánico y frenesí vanguardista, y este otro que nos acaba de llegar por vía, digamos, de recepción diplomática..., no media otra diferencia, como fácilmente puede desprenderse de lo dicho, que el cambio de ademán, de modales externos, en tanto sus pinturas siguen ancladas en los postulados, más que en los impulsos, de una presunta expresión repentizada a favor del deseo o de la interna necesidad manifestativa.Mucho han cambiado las cosas desde los tiempos en que el informalismo a la brava, el vértigo lachista y la supuesta exacerbación o repentización de la mancha cromática pretendían convertirse en fiel correlato del impulso síquico. Mucho han cambiado desde entonces las cosas, las razones y los planteamientos del arte, sin que la obra de Mathieu haya experimentado otra evolución u otro progreso que la paulatina reclusión de sus gestos y sus manchas en la cárcel de un academicismo galopante.

Mathieu

Galería Ruíz Castillo. Fortuny, 37.

«La lentitud del gesto -escribía nuestro Mathieu en los días cruciales del empacho informalista- atenta contra la pureza y la unidad de la obra, y para probarlo, llevó a cabo, en el parisiense teatro Sarah Bernard, la heroicidad de pintar en veinte minutos una tela de 12 por 4 metros. Ignoro el tiempo que ha empleado en la consumación de los lienzos que ahora expone en Madrid, aunque, de atender la reducción de los actuales formatos, la razón y el cálculo proporcional nos hacen pensar en segundos o fracciones de segundo.

No creo que haya habido una interpretación tan grotesca y superficial como la del bueno de Mathieu, en torno al conocido aforismo de clara ascendencia Zen, formulado por Marc Tobey: reafización e idea son algo simultáneo en el acto de pintar. ¿Cabe algo más elemental y menos enjundioso que entender ese hecho o proceso simultáneo como una carrera contra-reloj? Cifrar en la celeridad de la ejecución (vano trasunto de la genuinidad del gesto) la transcripción milagrosa del yo personal e intransferible (mancha cromática, mancha síquica) parece pretemión no menos cándida que la de descubrir lo insondable de la personalidad en la impresión, sin más, de la huella dactilar o en el trazo de la firma.

Cándida pretensión y pueril ejercicio, que en las obras de Georges Mathieu nos impiden realmente discernir dónde concluye el hecho pictórico y dónde comienza la firma, sumiso aquél y obediente ésta al ir y venir de un rasgo tan reiterado y sabido de memoria que, bajo capa de libertad sin fronteras, termina por acomodarse al más recalcitrante acádemicismo.

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