Clásica

Federica von Stader, la nueva "Melisande"

Hace años, cuando coincidía en París con la representación de Pélleas et Mélisande, el teatro de la Opera Cómica solía estar casi vacío. Ahora, por obra y gracia de la política de Libermann, para asistir al Pélleas de la Gran Opera es preciso reservar las entradas con muchas semanas de anticipación. Quire decirse que la condición de permanente impopularidad que Ortega adjudicaba a la música debussyana en su perspicaz Musicalía parece ceder con el paso del tiempo y las mutaciones del gusto. Por supuesto, también por la manera de hacer.

El drama poético de Maeter linck-Debussv encuent...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hace años, cuando coincidía en París con la representación de Pélleas et Mélisande, el teatro de la Opera Cómica solía estar casi vacío. Ahora, por obra y gracia de la política de Libermann, para asistir al Pélleas de la Gran Opera es preciso reservar las entradas con muchas semanas de anticipación. Quire decirse que la condición de permanente impopularidad que Ortega adjudicaba a la música debussyana en su perspicaz Musicalía parece ceder con el paso del tiempo y las mutaciones del gusto. Por supuesto, también por la manera de hacer.

El drama poético de Maeter linck-Debussv encuentra en el último montaje parisiense una calidad musical de primer orden garantizada, para empezar, por la batuta de Lorin Maazel- y una ambientación escénica que, como el mismo Maazel entiende, supera el refinamiento para ingresar en la verdad. Verdad no quiere decir realismo; según el propio Debussy, puede significar las cosas dichas a medias o, si se quiere, sugeridas. Estamos entonces ante un misterio poético muy lúcido, si es que se admite la contradición de los términos, ante una música que seguimos el pensamiento debussyano- prolonga las palabra; subordinándolas a un continuo sinfónico. Teatro al margen de las clásicas tres unidades, sucesión de fascinantes momentaneidades que, sin embargo, logra una nueva dialéctica de la continuidad no derivada de los desarrollos según la interpretación tradicional del término; teatro en el que la música es elemento dramático constitutivo -como en Verdi, pero a partir de supuestos radicalmente diverso-. Si de las palabras, cual si de centros constelacionales se tratara, emergen plenos de luz y de sombras, los pentagrarnas (bien a través de yuxtaposición de armonías, bien de recitativos nerviosos, incisivos, que a veces se tornan lánguida morosidad), los personajes, entre simbólicos y humanos, son última razón de ser del texto y su música. Importa mucho el espacio escénico, tradiciodialmente sumergido en la oscuridad y ahora combinador de claridades y penumbras. Porque misterio y luz no están reñidos y, a partir de este planteamiento,- ha de entenderse, por ejemplo, la espléndida realización musical de Lorin Maazel, que arroja haces de luminosidad mediterránea sobre una partitura a la que el tópico adjudicó una envoltura brumosa y cuasi nórdica.

Subordinaciones

Los escenarios de Max Bignens, maestro en teatro dramático y musical, y la mise en scéne de Jorge Lavelli se supeditan a esa verdad refinada que habita en los protagonistas, en su modo de estar en escena y en su forma de cantar. Por lo mismo, nada importa el libre juego de proporciones si de lo que se trata es de lograr una perspectiva dominada por Pélleas y Mélisande, Golaud y, ArkeI. Interesa, en cambio, la amplitud del espacio sobre tablas de grandes dimensiones y en alturas suficientes medidas con las habituales medidas de la Opera Cómica.Si Maazel y la orquesta nos dieron supremas justificaciones de calidad, una voz se elevó por encima de todas para hacer de la simbólica Mélisande auténtica culminación del drama: la de Frederica von Stade, capaz de llevarnos por el reino de la transmigración expresiva a partir de perfecciones muy concretas. Ya la voz impone un ambiente y la posibilidad de mil diversificaciones. Manejada por una técnica y un instinto como los que posee, en alto grado, la Stader, los resultados son más que sorpresivos, inolvidables. Gabriel Bacquier, ese maestro de canto, ese músico sutilisimo, mantiene en pie la categoría de su arte como consumado debussysta que es. Su Golaud continúa siendo ejemplar. Richard Stilwell, en Pélleas, dio con la autenticidad de la línea y los « matices, fue la respuesta adecuada a Mélisande por cuanto se identificó o contrastó con ella desde un plano enamorado, es decir, sumiso voluntariamente a unos metros por, debajo del ídolo. El resto del reparto, desde John Marcou (Arkel), Jocelyne Taillon (Geneviéve) y Fernand Dumont (un médico), hasta el niño que hizo Yniold, solista del Coro Infantil de París, fueron conjuntados sinfónica y dramáticamente por Lorin Maazel con tanta minuciosidad y tan honda actitud lírica que el triunfo se produce cada noche en forma apoteósica. ¿No es asombroso asistir a la apoteósis de Pélleas? Pienso que, en la medida que se produce ahora carece de antecedentes.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En