Reportaje:

Los grandes autores vuelven al serial radiofónico

Existe una manera simple de producir obras de teatro sin invertir millones y en la cual el dramaturgo aborda infinidad de temas sin detenerse en problemas de forma y espacio: la radio. Los expertos norteamericanos en comunicaciones audiovisuales comenzaron ya a reexplorar sus posibilidades.Desde sus comienzos, se demostró que la radio era un excelente medio para la recreación de hechos y situaciones. Cierto también que no era capaz de ofrecer a los radioescuchas más que el sonido, y el resto lo ponía la imaginación. El ruido de fondo de vajilla lo transportaba mágicamente al ambiente conocido ...

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Existe una manera simple de producir obras de teatro sin invertir millones y en la cual el dramaturgo aborda infinidad de temas sin detenerse en problemas de forma y espacio: la radio. Los expertos norteamericanos en comunicaciones audiovisuales comenzaron ya a reexplorar sus posibilidades.Desde sus comienzos, se demostró que la radio era un excelente medio para la recreación de hechos y situaciones. Cierto también que no era capaz de ofrecer a los radioescuchas más que el sonido, y el resto lo ponía la imaginación. El ruido de fondo de vajilla lo transportaba mágicamente al ambiente conocido de un restaurante, y el murmullo del viento lo acercaba al vasto paisaje de la meseta. Las voces de los actores y locutores ponían el resto, en palabras, inflexiones de voz, o silencios. Antón Chejóv, el célebre dramaturgo ruso, ya decía en sus escritos que lo único que necesitaba un escritor para logran describir el reflejo de un claro de luna sobre los contornos oscuros de una botella flotando en un riachuelo, eran las palabras. Eso era la radio.

Como recurso comercial, dedicado eshaustivamente a exponer las glorias y bondades de los detergentes, la maravillosa fluidez de este medio ha sido aprovechado para entretener e informar. Arthur Miller, en tiempos en que iniciaba sus armas como autor de dramas de radioteatro en 1946, opinaba que: «Hay tantas cosas que no se pueden decir por radio que realmente representa un desafío para un escritor. La radio está en manos de gente que no tiene el arte ni el buen gusto, ni la iniciativa para decir o hacer nada. Poned este medio en manos de los verdaderos artistas y habrá verdadera creación».

Años más tarde surgiría la televisión en el horizonte norteamericano apropiándose masivamente de audiencia y anunciantes. Las cadenas de radio quedaron relegadas como medio de servicios, de noticias, de música y deportes, a un público apurado motorizado yendo o volviendo de sus lugares de trabajo por las autopistas de la gran ciudad. Fue la muerte natural de radioteatro, pero el potencial todavía existía. Los adelantos en materia de sonido logrados durante la década de los años cincuenta y sesenta, la frecuencia modulada, el magnetófono, el sonido estereofónico, contribuyeron a que el radioteatro fuera más fluido y dimensional que antaño. La aparición en la escena radiofónica norteamericana de empresas no comerciales como la Radio Pública Nacional y la estación KPFK, que se financian con la sola suscripción de los radioyentes y por ayudas federales o institucionales, hicieron posible la creación y difusión de programas y formas radiofónicas que las cadenas comerciales tradicionales hubieran desechado incluso para ser difundidas a las seis de la mañana de un domingo.

El renacer de la radio

Es así, como el radioteatro, bajo la protección de la estación no comercial KPFK revive ahora para transmitir un poco de nostalgia -algunos clásicos están en programa- y obras de escritores y dramaturgos contemporáneos. Entre ellos Edward Albee, comisionado por la Radio Pública Nacional para encabezar la serie que apropiadamente se llama A la escucha.Albee, describe estas series de radioteatro como el drama de personas que no saben escucharse entre sí. Acaso estos personajes no son siquiera personas de carne y hueso -agrega Albee-, sino fantasmas errantes que merodean un jardín que ha sido escenario trágico en tiempos pasados, y que esperan vanamente la reconstitución de estos hechos, sin saber ellos mismos de su condición de fantasmas.

Muertos o vivos, Edward Albee es un dramaturgo que no se detiene en formalidades: los radioyentes asumimos que el mentado jardín con fantasmas parlanchines es vecino a un asilo y este detalle basta para encontrarnos con los personajes que dialogan animadamente, en la manera elaborada y tímidamente articulada de casi todos los personajes albeenianos: («Durante el acto..., como se dice»). Y algunas veces increíblemente abrupta («No soy una mujer estúpida, ¿te has dado cuenta? Lo haces bien»).

La mayoría de los dramas para el oído, sin embargo, han sido y serán grabados en los estudios de KPFK, en Los Angeles, gracias a fondos federales dedicados a patrocinar la serie de proyectos de radiodrama. Uno de los más destacados, e incluso más controvertido que el de Albee es El libro de arpías, dramatización de la novela de la escritora norteamericana Deena Metzger. Aunque la actuación no alcanza el virtuosismo de la obra de Albee, la excelencia de los efectos técnicos, incluyendo la recreación de un incendio, son tan reales que «visualizan» y se sienten las llamaradas a través del aparato de radio. Lejos están los tiempos del radioteatro de papel de celefán, voces de falsete y ruidos con sordina.

Tanto A la escucha como El libro de arpías son obras de tipo abstracto, escenificadas en un ambiente hipotético que queda abierto a la imaginación del radioescucha. O al contrario como dijera Edward Albee, a la no imaginación del oyente.

El radiodrama ha recorrido un largo trecho desde los tiempos de los dramones lacrimógenos auspiciados por los industriales del detergente.

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