Tribuna:Educación política

Vía libre

La famosa expresión «atado y bien atado», tan desafortunada literariamente, tan peligrosa políticamente -a fuerza de querer evitar los peligros-, gravita ominosamente -sobre el conjunto del panorama político español. Con pocas excepciones, cuantos se ocupan activamente de política o hablan, de ella parecen aceptarla. Unos, en su sentido literal: pretenden continuar como si nada hubiera pasado, aunque saben muy bien que hace nueve meses pasó lo más grave -e irreversible- que podía pasarles: haber pasado. Otros, fascinados por tan largo tiempo de hibernación política, nutridos al despertar con i...

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La famosa expresión «atado y bien atado», tan desafortunada literariamente, tan peligrosa políticamente -a fuerza de querer evitar los peligros-, gravita ominosamente -sobre el conjunto del panorama político español. Con pocas excepciones, cuantos se ocupan activamente de política o hablan, de ella parecen aceptarla. Unos, en su sentido literal: pretenden continuar como si nada hubiera pasado, aunque saben muy bien que hace nueve meses pasó lo más grave -e irreversible- que podía pasarles: haber pasado. Otros, fascinados por tan largo tiempo de hibernación política, nutridos al despertar con ideologías que no creen en el futuro, sienten terror a toda innovación real. Los primeros opinan que no hay que hacer nada; los segundos creen que «ya» se sabe lo que hay que hacer, y, por tanto, que no hay que hacer preguntas. La coincidencia, en el fondo, es pasmosa.La verdad es estrictamente la contraria. Los cambios de la sociedad española en cuatro decenios son enormes. Lo que pudo sostenerse a raíz de la guerra civil está demasiado lejos. Los principios que han informado las estructuras políticas con que se ha administrado al país han sido tres: el castigo, la prevención de la locura, la convalecencia. Una atmósfera compleja de cárcel, manicomio y hospital ha envuelto las instituciones destinadas a hacer vivir a un pueblo y avanzar en la historia. El gran supuesto era que los gobernantes -y sólo ellos- sabían qué conviene, qué hay que hacer, y, sobre todo, qué hay que no hacer. Hoy esto no lo cree nadie, empezando por los gobernantes, que son suficientemente discretos para no caer en tan burda convicción. Pero siguen creyéndolo -o al menos actúan como si lo creyeran- los organismos creados desde esa convicción y para perpetuarla. Dos docenas -o unos centenares- de señores intentan proceder como los propietarios de una dehesa; pero ni España es una dehesa ni es propiedad suya.

La última parte de la frase que acabo de escribir la suscribiría casi todo el mundo, pero quizá no todos estén en claro sobre la primera; algunos, aunque pocos, opinan que basta con un cambio de dueño. Más aún: imaginan que ha cambiado ya; que la han ganado, que la han conquistado o -quizá, más exactamente- que la han heredado. Es curioso el aire triunfal con que hablan, gesticulan, exigen, con jactancia de nuevos propietarios. Y anuncian los cambios, disposiciones y mejoras que van a realizar, como si todo estuviese «atado y bien atado».

Todo esto son sueños, más concretamente, pesadillas. España no necesita ser castigada -y ¿quién tendría derecho a ello?-, ni está loca (aunque una vez lo estuvo y podría volver a estarlo), y hace largos años que convaleció de los desastres, y tiene considerable salud y vitalidad. Ni cárcel, ni, manicomio, ni hospital, ni campo de concentración, ni dehesa pasiva en manos de sus dueños y, capataces. Ninguna de estas imágenes conviene a la España de 1976, y no va a tolerarlas. Y sabrá tomar nota de los que le proponen cualquiera de esos destinos para rayarlos de la lista de sus esperanzas.

Nadie sabe lo que España quiere, porque todavía o lo ha dicho, y va a decirlo, no va a permitir que tales o cuales señores expliquen su silencio. Lo que sin duda quiere es vía libre para ir a donde elija, mayoritaritamente y teniendo en cuenta a todos los hombres que la integran, cada uno con el mismo derecho a que su voz sea escuchada y sus deseos atendidos. Y ni se va a quedar donde está -es decir, donde la han puesto sin su consentimiento-, ni va a aceptar una solución prefabricada, un específico envasado ya y que ella no haya imaginado, inventado, deseado, querido.

Si los hombres que integran los organismos del pasado que aún persisten tuviesen un patriotismo del que no tengo derecho a dudar y un sentido histórico del que sí tengo derecho, se apresurarían a renunciar a privilegios y facultades que no han recibido del pueblo español, a devolver a éste la plenitud de sus capacidades enajenadas, con lo cual podrían esperar seguir siendo parte viva de la política española. No se les puede pedir que abandonen sus puntos de vista, sus preferencias, sus intereses, pero sí que dejen de imponerlos en nombre de una representación que no tienen, que intenten conseguirla en un juego limpio que ha de estar abierto a todos, y por tanto, también para ellos.

Si esto no ocurre así, los españoles recuperarán, más pronto o más tarde -creo que muy pronto-, el pleno uso de su razón y de sus razones, y removerán los obstáculos que pretenden cerrarles el camino. ¿Cómo? Esta es la segunda parte de la cuestión.

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No con «hechos consumados». No con la ocupación por sorpresa de los órganos de opinión o de los instrumentos del poder, para hacer regresar al país en otra etapa de pasividad y sometimiento a dictados ajenos. Se va a constituir, se está constituyendo ya, un nuevo consenso, fundado, más que en el temor, en la esperanza; en la gana de vivir, en la fruición de inventar, en la conciencia de que España es uno de los países más interesantes que han aparecido en la historia, capaz de haber creado las estructuras políticas mundiales más complejas y originales de la Edad Moderna.

Ese consenso todavía no ha encontrado su expresión -son muchos los que no quieren dejarlo-. Por eso se está produciendo el equívoco de que los españoles son como dicen unos cuantos y otros cuantos. La sorpresa, el día que cada hombre y cada mujer tengan una papeleta en la mano, va a ser considerable.

Pero la llegada y la fecundidad de ese día requieren el cumplimiento de algunas condiciones. La primera, insisto en ello, la remoción de los obstáculos «legales» que todavía lo estorban. La segunda, el estímulo de la imaginación nacional y el respeto a la capacidad de innovación, a la originalidad de España. No va a vestirse con el prét-á-porter de los grandes almacenes internacionales, sino con ropas que se ajusten a su cuerpo social, permitan la libertad de sus movimientos y proyecten su figura elegida, aquella bajo la cual se reconoce. «Sólo es buena a reinar la fantasía» -escribió Valle-Inclán medio siglo antes de que en la Sorbona pintaran en las paredes:«L'imagination au pouvoir.» Y don Ramón añadía, a continuación, este verso: «Y mi reino está en manos de plebeyos». Quería decir hombres de cualquier rutina, incapaces de inventar en vista de Ias cirunstancias a los que buscan siempre vía libre.

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