Crítica:

El largo camino de la expresión dramática

Al acabar la temporada teatral algunos espectadores de los que, con razón, se llaman a sí mismos habituales, andan formulando, una vez más, su desconcierto. No aciertan a entender las variaciones modernas de la expresión dramática. Es natural. Pero protestan y pierden la razón. Porque un juicio de valor no puede ni debe excluir un intento de comprensión. El teatro cambia, día a día, y eso le honra, porque día a día cambia la sociedad que lo contempla. Así de sencillo. Así de difícil.La sociedad que mira y oye, en cada época, es tan decisiva para el fenómeno teatral como el autor ...

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Al acabar la temporada teatral algunos espectadores de los que, con razón, se llaman a sí mismos habituales, andan formulando, una vez más, su desconcierto. No aciertan a entender las variaciones modernas de la expresión dramática. Es natural. Pero protestan y pierden la razón. Porque un juicio de valor no puede ni debe excluir un intento de comprensión. El teatro cambia, día a día, y eso le honra, porque día a día cambia la sociedad que lo contempla. Así de sencillo. Así de difícil.La sociedad que mira y oye, en cada época, es tan decisiva para el fenómeno teatral como el autor que escribe o el actor que interpreta. Sólo así se entiende la biología dramática; esa larga historia de la adaptación del teatro al medio, en busca siempre de perfeccionar su actividad. Así, la tragedia griega es un ceremonial mítico-religioso organizado ante una comunidad creyente y acorde en el temor y respeto a la divinidad. Por ello se representaba cerca de algún templo, en un lugar capaz de recibir, colectivamente, a todos los varones libres -56.000 localidades en Efeso-, al aire, con movimientos de mimo y ballet, más que con gestos y miradas sutiles, con interpretaciones amplias, voces que rozaban el canto, túnicas simbólicas, máscaras y coturnos. El texto era una cadena de monólogos. El coro realizaba las funciones de un comentarista enfático. Las palabras solicitaban la participación directa de la audiencia. La glacial impavidez de la tragedia creaba, en aquella sociedad, un cálido sentimiento de solidaridad comunal. El misterio del Medievo, en cambio, abandonó la solemnidad trágica y la sustituyó por la íntima y directísima representación popular de los misterios. Se ha dicho que la Redención cristiana quitó a la poesía su encarnadura trágica. No debe ser exacto porque la catarsis provocada en el espectador por el cumplimiento del trágico destino de los héroes tuvo siempre carácter expiatorio: los personajes de Esquilo no son culpables, ni mucho menos responsables de su colocación en el universo. No; fue el impulso de la sociedad medieval la causa suficiente para el olvido de los grandes teatros, con todo su aparato formal, y su relevo por los carros de las plazuelas, ante los que se apiñaban unos espectadores ávidos de contrastes bárbaros y simples. En esas condiciones, tenía que entrar un chorro de realismo por cada poro de la representación. El hombre rudo, cómico, modesto y cruel pidió ese nuevo teatro. Y así lo obtuvo.

Viraje

Con el humanismo desapareció la fundamentación religiosa del drama y el teatro dio un nuevo viraje. La -sociedad de Shakespeare contempló un mundo que parecía haber quedado vacío de Dioses juzgadores. Un mundo personalizado, que exigió al teatro respuestas sensibles a su nueva problemática. Dos mil, tres mil espectadores se alineaban frente a tres lados del escenario. El tablado era bastante mayor que cualquiera de los actuales. No había luces ni decorados. El fondo era un conjunto arquitectónico neutro, con varios niveles practicables. Las palabras, los gestos y los movimientos del actor quedaban subrayados por la proximidad de la audiencia. En esas condiciones el pulso del drama dependía del encadenamiento de escenas, el ritmo de la representación y la vitalidad de los personajes, como el centro de interés se engranaban más con el comportamiento personal y humano de cada actor que con la táctica de los movimientos colectivos. La prueba es que el ritmo de las obras no estaba calculado en función de los personajes sino en función de la audiencia. Shakespeare escribió sin entreactos. Su idea del espacio escénico -el actor cerca o lejos del espectador- se relacionaba estrechamente con la intensidad de los sentimientos expresados y no con, una imagen cualquiera del la composición. escénica. Su concepto del tiempo era,puramente poético. La. sociedad isabelina tuvo, también, el teatro que le convenía.

El siglo XVIII reactivó ciertas vivencias místicas, acogió determinadas formulaciones metafísicas y preparó el advenimiento del teatro de ideas de donde parte la actual, rama acusatoria. Schiller, Meist, Hebbel más tarde, van orientando el yo hacia el y el nosotros. El pulso vital impone un teatro íntimo -menos de 500 espectadores- con un proscenio avanzado y un fondo inmóvil, teatro de decorados rigidos, simétricos e irreales, y actores literalmente inclinados sobre las candilejas, metidos dentro del público; un teatro realista y fantástico a la vez en que casi trabajan Juntos espectadores y actores; un teatro, en fin, en que aparecen las actrices, y cobra nueva fortuna el rico temario de las comedias de amor. Ya pueden venir Wilde y Strindberg, lbsen y Shaw, Hauptmann y Gorki, Sudermann y Chejov, Pirandello y Elliot, Meininger, Stanislawsky, Reinhardt, Maiakowsky, Pis- cator y Claudel. El nervio social impuso, primero, un ritmo hablado de carácter eminenternente- naturalista. La cuarta pared obligó al actor a interesarse más por la riqueza emocional del personaje que por su efecto sobre la audiencia. El espectador se convirtió en privilegiado espía de unas vidas ajenas. El énfasis dramático el choque entre unas ideas y un personaje. Algo que podía llevar a la trivíalizactón melodramática y a la aniquilación de todo efecto teatral que no fuese el choque discursivo. Algo muy lógico y poco o nada poético. La reacción la estannos vi viendo.

El teatro contemporáneo -Beckett, lonesco, Brecht-, rompe, de una u otra manera, la sugestiva ilusión teatral. Sus rupturas, sus agrandarnientos, sus macroscopicas acciones, su reflexión, su estilo épico, parecen corresponder a un entumecimiento de la fe social. Una súbita posibilidad trágica devuelve al teatro su patetismo germinal. Con mejores o peores resortes el drama moderno, inevitablemente leal a su tiempo, representa el diario estremecimiento de una sociedad corroborante de sus grandes, pavorosas y deprimidas actitudes.

Basta con repasar esto, con entender esto, para comprender la temporada. Tenemos una sociedad enferma y sufre el teatro. Tenemos un hombre trémulo y el teatro, naturalmente, tiembla.

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