La escalofriante inmolación de una oveja negra de la revolución cubana
Un documental sobre el poeta disidente Heberto Padilla saca a luz el archivo clasificado con su feroz autocrítica ante sus compañeros escritores después de un mes encarcelado
Existen paralelismos entre El juicio (2018), el estremecedor documental de Serguei Loznitsa sobre los profesores y científicos que en 1930 se inmolaron ante un tribunal estalinista que los acusaba de conspirar contra la Unión Soviética, y El caso Padilla, de Pavel Giroud, proyectado en ...
Existen paralelismos entre El juicio (2018), el estremecedor documental de Serguei Loznitsa sobre los profesores y científicos que en 1930 se inmolaron ante un tribunal estalinista que los acusaba de conspirar contra la Unión Soviética, y El caso Padilla, de Pavel Giroud, proyectado en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián. El caso Padilla incluye 60 minutos de un histórico metraje hasta ahora oculto con la feroz autoinculpación del poeta Heberto Padilla ante sus compañeros escritores cubanos después de más de un mes encarcelado por considerarlo un agente contrarrevolucionario. En ese monólogo escalofriante se ve a un hombre quemarse a fuego lento, y a una revolución precipitarse hacia su propio infierno.
El documental de Giroud se construye sobre la película que el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) rodó con un equipo de dos cámaras dirigidas por el documentalista cubano Santiago Álvarez Román. Era un registro destinado solo para los ojos de Fidel Castro y ha permanecido clasificado en los archivos del Icaic. Oculto hasta ahora, sigue siendo, asegura Pavel Giroud, director cubano afincado en Madrid, material reservado. “A mí me llegó una cinta de Betamax de la que no puedo hablar porque implicaría a otras personas”, afirma.
La contemplación del archivo provoca una mezcla terrible de pavor y tristeza. Entre el público que estaba aquel día de abril de 1971 en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba se adivina a Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Antón Arrufat o el cineasta Tomás Gutiérrez Alea. Cabizbajos casi todos, asisten a uno de los momentos más trágicos de la revolución cubana, en el que terror y el desencanto se materializaron ante un grupo de hombres enfrentados a una insalvable disyuntiva: revolución o muerte.
En El juicio, Loznitsa se ciñó al sustancioso material de archivo que le permitía reconstruir al detalle una farsa que era un aviso a navegantes: cualquier disidencia acabaría en la Unión Soviética en el pelotón de fusilamiento o en un campo de trabajo de Siberia. Aquel juicio ejemplarizante supuso el ensayo de las futuras purgas estalinistas. Y el material de archivo rescatado por Loznitsa permite observar de cerca cómo los acusados (economistas e ingenieros sospechosos de pertenecer y conspirar desde un partido inexistente, el Partido Industrial) se autoinculpan con la frialdad de un autómata.
El caso Padilla, por el contrario, es el ‘yo, me acuso’ de un hombre que se retracta encendido, suda, se enfada (consigo mismo, a veces; otras, con los demás), que también señala, que actúa ante la cámara ofreciendo al espectador una estremecedora interpretación. Un durísimo y perturbador retrato del miedo. Como en las sesiones de la caza de brujas del senador McCarthy en Estados Unidos, se palpa una tensión demoledora. Hacia el final toma la palabra un funcionario, Armando Quesada, que se presenta como el nuevo director de la revista cultural cubana Caimán Barbudo. Su discurso contra “los intelectuales” corta la respiración. Qué se han creído ustedes, viene a decir, un intelectual puede ser cualquiera. Es el ninguneo y la amenaza de Quesada, que acabó en el Consejo Nacional de Cultura hasta hacerse famoso por su mano dura al frente del área de teatro y danza, a los escritores que tiene enfrente.
Giroud trufa el metraje de la autoinculpación con los testimonios recopilados de autores como Jorge Edwards, figura clave en la divulgación del caso Padilla, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Jean-Paul Sartre o el propio Fidel Castro. Padilla es una oveja negra que ejemplifica la preocupación, la paranoia, de la revolución con su seguridad. “La revolución cubana es superior al hombre con el que se han solidarizado”, dice Padilla en referencia a los escritores que le habían apoyado. Giroud echa mano del caso de Boris Pasternak en la Unión Soviética para poner contexto su documental. En un acto de la Juventudes Socialistas Soviéticas descalifican así al autor de Doctor Zhivago: “Un cerdo no defeca donde come y duerme”. “Romperé todo lo que he escrito”, dice Padilla, que se avergüenza de sí mismo, de su obra y de sus palabras de forma obsesiva y reiterada.
El poeta se sumó a la filas de la revolución cubana desde sus inicios. Cuando esta tomó el poder, Padilla se incorporó al Ministerio de Comercio Exterior. Pero en 1968 publicó Fuera de juego, un poemario crítico con las derivas de la revolución. El escritor no ocultaba sus dudas y mostraba de forma abierta su disidencia. El 20 de marzo de 1971, la Seguridad del Estado lo arrestó y fue encerrado en un calabozo. La noticia provocó una conmoción entre los escritores latinoamericanos y los intelectuales europeos simpatizantes de Castro. Firmaron una carta de apoyo exigiendo su libertad Cortázar, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Juan Rulfo, Sartre o Susan Sontag, entre otros.
El sacrificio de Padilla no sirvió para nada. Se quedó en tierra de nadie. Para evitar el acoso de la prensa internacional lo enviaron a una plantación con su familia, y en 1980 abandonó Cuba. Sus antepasados eran canarios y aunque él quería trasladarse a España tampoco le dejaron. Su destino, el de un traidor para todos, fue Estados Unidos. Murió en Alabama, rechazado por la izquierda y por la derecha. Aislado y sin prestigio.