¿Qué te pasó, Everett Ruess? Las cartas del poeta aventurero que desapareció sin dejar rastro
La leyenda del joven de California, mitificado en canciones, documentales o libros por su búsqueda de la libertad extrema en la naturaleza, revive en un libro que reúne sus últimas misivas
El chico se adentró en el desierto de Utah con dos burros. Tenía 20 años y un sombrero para protegerse del sol despiadado. Era 1934, en plena Gran Depresión, y mientras Duke Ellington estrenaba al piano su canción Solitude para lamentar la tristeza que sentía en la soledad del desamor, él, Everett Ruess, el chico de los burros y el sombrero, que se había lanzado ...
El chico se adentró en el desierto de Utah con dos burros. Tenía 20 años y un sombrero para protegerse del sol despiadado. Era 1934, en plena Gran Depresión, y mientras Duke Ellington estrenaba al piano su canción Solitude para lamentar la tristeza que sentía en la soledad del desamor, él, Everett Ruess, el chico de los burros y el sombrero, que se había lanzado a la aventura de viajar en solitario por las míticas tierras del oeste americano, desapareció. Sin dejar rastro. Sin cadáver ni carta de despedida. Con todos los ingredientes para alimentar su leyenda: la del poeta, dibujante y aventurero, asceta de la belleza y esteta de la naturaleza, que se volatilizó en su búsqueda de la libertad extrema y de la vida sencilla en medio de ríos, cañones, barrancos, acantilados, desfiladeros, solitarias mesetas y un vasto horizonte azul.
Ahora, cuando han pasado 90 años de aquella misteriosa desaparición que ha influido en numerosos jóvenes americanos, aparece en español el libro Una belleza insoportable (Editorial Periférica), que compila las cartas que mandó desde el fin del mundo Everett Ruess, esa mezcla del Thoreau de Walden, el Simon Tanner del escritor suizo Robert Walser y el teniente John Dunbar de Bailando con lobos. Un vagabundo indómito que, en su última carta, enviada a su hermano Waldo, escribía: “Prefiero la silla de montar al tranvía y el cielo estrellado al techo; el sendero oscuro y difícil que lleva a lo desconocido, a cualquier carretera; la paz profunda de la naturaleza, a la insatisfacción de las ciudades”. Un joven libre de relojes que jamás se preguntaba qué hora era porque para él era siempre la hora de vivir.
A Ruess, arquetipo romántico de la tierra salvaje y el vuelo libre, comparado por su talento precoz con Jack London o Arthur Rimbaud, lo han cantado en canciones (una balada preciosa de Dave Alvin), lo han subido a las tablas (con guion de Debora Threedy), lo han mostrado en documentales (el del reportero francés Emmanuel Tellier y su viaje a la América de las sombras), lo han investigado en libros (Finding Everett Ruess, del montañero David Roberts), lo han narrado en una larga serie de podcasts (The Cult of Everett Ruess: Beauty Has Always Been My God, de Thomas Wayne Riley) y lo recuerdan cada año, a finales de septiembre, en un festival que Utah dedica a su memoria (Escalante Canyons Art Festival).
Sin embargo, su magnetismo no se agota casi un siglo después. Y su apasionado relato por los confines de América ―a través de bosques de secuoyas, senderos escarpados, peñascos de granito, arenas movedizas, tormentas de polvo, manantiales de agua clara, arcoíris dobles, y todo ello envuelto por arces, robles, pinos, abetos, cedros o el desierto, y también por cuervos, busardos, búhos, tordos cabeciamarillos, pájaros carpinteros o petirrojos, y aun por el mugir de un toro, el cencerro de una burra, las pisadas de un cervatillo, el traqueteo de las ardillas, el sonido de una armónica perdida o las canciones cantadas junto a los nativos navajos, alrededor de una hoguera, en la oscura y densa madrugada― brilla en sus cartas, tan líricas, sensoriales y reflexivas.
A su amigo Bill le escribe: “Estoy rodeado del ilimitado desierto. Aquí y allá la humanidad sufre, lucha, codicia, refunfuña. Me niego a unirme a ellas. Siento pena y ayudo cuando puedo, pero no me echo su carga al hombro. Vivir es ser feliz, no tener preocupaciones, dejarse arrasar por la gloria del mundo. Ser infeliz es una muerte en vida”.
A su hermano Waldo le cuenta: “La idea ―compartida por muchos― de que todo trabajo necesario es honorable y hermoso porque alguien tiene que hacerlo me resulta absurda. A mí me parece que tu trabajo es innecesario; vivo y me conservo sano sin levadura Fleischmann. No la necesito ni para beber alcohol ni para comer pan, ya que no consumo esas cosas”.
A Frances, querida Frances, le escribe: “Por mucho que ame a la gente, para mí lo más importante es la belleza casi insoportable del mundo. No te desearé que la encuentres ―puede que a ti también te costara aguantarla―, pero sí te deseo, al menos, una pizca de lo imposible”.
A Carl le escribe: “Solo sigo los caminos cuando van en la dirección que deseo”.
Y a Doris, querida Doris, le escribe: “Esto es un sueño dorado: hay vientos raudos y misteriosos que bajan de las alturas para acariciarme y colores cálidos y perfectos que fluyen ante mis ojos. El tiempo se ha detenido y, con él, la necesidad del tiempo”.
Ruess también logró detener ―pero solo en parte― la necesidad de dinero. Era su enemigo. Lo odiaba. Él pintaba y dibujaba para ganarse la vida, vendiendo sus cuadros por el camino. Pero siempre, como muestra la correspondencia con sus padres, acababa esperando con ansia el envío de dinero de su familia. Al hacer la lista de sus gastos, al lado de los conceptos alquiler, electricidad, gas para la cocina, calefacción, teléfono, revistas y periódicos, plan de pensiones, ahorro y seguro, Everett anotaba: “Nada”. Ataraxia: ese fue su New Deal.
En el prólogo a estas cartas, el escritor Munir Hachemi ―encargado de una espléndida traducción― complejiza la figura de este icono de la mitología de lo salvaje. “Everett Ruess será para algunos un héroe solitario; para otros, el hijo confuso y privilegiado de una familia burguesa del suroeste de Estados Unidos. Habrá quien elija acompañarlo en su culto a la autosuficiencia y quien crea ver una revelación en sus contradicciones”.
Nunca se supo qué ocurrió con él cuando desapareció en noviembre de 1934. Desde entonces, muchas teorías se han desplegado. Muerte por accidente, asesinado por ladrones, integración con el pueblo navajo. Su desaparición fundamenta el atractivo popular de su figura, pero es lo menos interesante de la vida al margen de un joven que estuvo más pendiente de la luz del atardecer que de la seguridad económica, más enamorado de la soledad que de encontrar amor o compañía por más que Duke Ellington tocara las notas de Solitude, y más fusionado con las lentas nubes que cruzan el cielo a cuarenta kilómetros del buzón más cercano que con los “sórdidos edificios” de las ciudades.
De esa vida, tan corta, pero tan intensa, nacieron reflexiones como la siguiente, cosida a partir de los extractos de dos páginas memorables: “La felicidad consiste en buena medida en el olvido de uno mismo, ya sea en el trabajo, en lograr lo que uno se propone o en amar a los demás. Al analizarlos, tanto el trabajo como el amor se demuestran inútiles; la alegría, imaginaria y efímera. No hay logro que no perezca o sea olvidado. No hay amor que dure para siempre. La felicidad es transitoria. Y el principal peligro para la felicidad reside en ser analítico. Pensar es el principio de la muerte. Nos queda, entonces, el refugio que ofrecen las cosas insignificantes: el trabajo, que aleja la mente del pensamiento, y la compañía, que le devuelve al ego algo de su virilidad perdida. El olvido de uno mismo es la pasión que absorberá a cualquier persona sensible. Se puede lograr bebiendo o agonizando en el amor; trabajando o jugando con frenesí o entregándose al arte”.
Dice la balada de Dave Alvin que nunca encontraron su cuerpo ni entendieron su mente. La de un chico que llevaba la música en el corazón y la poesía en sus pensamientos y que una vez, después de haberse sentido el rey del mundo sentado en una roca en forma de trono para contemplar el batir del oleaje, le escribió a su amigo Bill: “He vivido de verdad”.