Las flores en el arte: no dar nunca una rosa por hecha

Han llenado parte de nuestras vidas a través de cuadros, jardines o aromas. Pero son también una pirueta placentera y precisa. Una exposición en el Museo del Traje en Madrid recorre la presencia de las flores en la pintura o la moda

'El campo de amapolas', de Claude Monet.Mondadori Portfolio (Mondadori via Getty Images)

En Finlandia, antes de que el país entrara en la Unión Europea, las flores eran muy caras, igual que las frutas y las verduras, a excepción de las patatas y muchos tipos diferentes de bayas, algunas tan especiales como la delicatessen del hielo, la lakka o mora ártica, emparentada con los rosales. Y, sin embargo, las flores eran un regalo tan usual que se vendía incluso a deshoras en la estación central una tarde de domingo, cuando los comercios 24/7 no habían llegado a Helsinki. Recuerdo haber comprado, cuando mis finanzas de estudiante lo permitían, ramos pequeños y camuflados....

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En Finlandia, antes de que el país entrara en la Unión Europea, las flores eran muy caras, igual que las frutas y las verduras, a excepción de las patatas y muchos tipos diferentes de bayas, algunas tan especiales como la delicatessen del hielo, la lakka o mora ártica, emparentada con los rosales. Y, sin embargo, las flores eran un regalo tan usual que se vendía incluso a deshoras en la estación central una tarde de domingo, cuando los comercios 24/7 no habían llegado a Helsinki. Recuerdo haber comprado, cuando mis finanzas de estudiante lo permitían, ramos pequeños y camuflados. Al cabo de los meses me seguía asombrando esa especie de cucurucho que envolvía las flores por completo para proteger a las frágiles criaturas de la nieve y, frente a la imagen del objeto blindado como una pulsera de Tiffany, regresaba a mi memoria una frase audaz del profesor y crítico de arte Ángel González: “Las flores son las joyas de los pobres”.

Dicho de otro modo, las flores son, en algunos lugares al menos, lo que damos por hecho; lo que acompaña a nuestros muertos en la despedida hasta el momento del adiós radical, tras la cortina: antes de entrar se quitan para que no estorben y se acumulan en unas estructuras, afuera. Las flores —las plantas— en su extrema caducidad, en su rapidez para marchitarse, nos recuerdan la de la vida, reflexión del poeta, uno de los caminantes en el texto de Freud La transitoriedad —o Lo perecedero— del año 1915/16, escrito relacionado con su clásico Duelo y melancolía de ese momento.

'Ofelia', de John Everett Millais, expuesto en la Tate Gallery.

Las flores y las plantas aromáticas acompañaron a la Ofelia de Shakespeare, cada una con su función específica en el quebradizo entramado de la memoria: “Traigo romero para los recuerdos. [...] También traigo pensamientos para lo que piensas”. Fueron libro de botánica en la versión prerrafaelita de John Everett Millais a mediados del XIX, en la cual el pintor obliga a convivir en su lienzo a flores y plantas que crecen en momentos diferentes del año. Las flores son, de hecho, síntoma de la llegada palpable de las estaciones, aquellas anunciadas por aromas y brisas inesperadas —pienso en el olor a primavera en enero a partir del aroma de los jacintos—, que describe la belga Marie Gevers en el delicado libro El placer de los meteoros, de 1938. Otra escritora-jardinera excepcional, Pia Pera, enumera las especies de flores en El jardín que quería, ambos libros de Errata Naturae y aparecidos en 2024.

Son los extraños episodios que desde la naturaleza llegan hasta nuestra ventana por sorpresa y a destiempo, como lo cuenta Javier Montes en La radio puesta (Anagrama, 2024), otra lectura deliciosa. Un día lluvioso el ruiseñor se posa despistado en el alfeizar de su casa soriana y se pone a cantar. Canta tan memorablemente que parece formar parte de la melodía que está sonando en la radio, hasta que la locutora desvela el misterio: “Les hemos ofrecido La canción del ruiseñor de Stravinski.”

'Florero' (1760-1776), óleo de Juan de Arellano de la colección del Museo del Prado. Museo del Prado

Pese al papel esencial en nuestras vidas, las flores pintadas han solido considerarse pintura de segunda clase —o más bien pintura de mujeres, que viene a ser lo mismo—. No obstante, existen notables y reputados pintores de flores. Es el caso de Juan de Arellano, muy apreciado en el XVII español. Sus impecables jarrones cuajados de flores, de origen flamenco (peonías, jacintos, tulipanes…) o nacional (claveles, rosas, lirios…), vuelven a mezclar especies que nacen en diferentes momentos del año, ya que pese al realismo en la pintura, no era sencillo copiar del natural: las flores no estaban al alcance de cualquiera.

Se recuerda la comentada Crisis de los Tulipanes del XVII neerlandés, una de las primeras crisis especulativas globales. Aunque los estudios recientes demuestran que es exagerado decir que se llegaba a pagar por un bulbo raro el valor de una casa, está probado que algunos de los más poderosos coleccionistas de arte incluyeron entre sus tesoros bulbos excepcionales.

Al final, las flores no han llenado solo parte de nuestras vidas a través de cuadros, jardines o aromas. Han habitado —y habitan— nuestra ropa, transformándose durante el recorrido de los siglos en una pirueta, placentera y precisa, que desvela esas complejas relaciones de los seres humanos y la naturaleza. La exposición Vistiendo un jardín, en el Museo del Traje de Madrid hasta finales de septiembre y comisariada por Gema Batanero, recorre esas relaciones, encuentros y cambios durante los XVIII y XIX, a partir de cuadros, dibujos, fragmentos de tejidos… y, sobre todo, una estupenda muestra de ropa en la colección del museo y una sorpresa final que no desvelo para que vayan a visitar la muestra. Vale la pena hacerlo porque es de una sutileza inusual y nos ayuda a pensar en las flores, a menudo una mención demasiado fugaz en las discusiones sobre los desgarros que estamos causando a nuestro bello planeta: el calentamiento y las perturbaciones estacionales y la polinización que dicho calentamiento acarrea.

Casaca, de en torno a 1815, en terciopelo labrado sobre Gros de Nápoles en lila y negro, que se puede ver en la exposición 'Vistiendo un jardín', en el Museo del Traje de MadridFco. Javier Maza Domingo (Museo del Traje)

Uno de los temas recurrentes en estas discusiones es el referido a la flor más popular de nuestra cultura y abusada en la celebración de San Valentín, o Sant Jordi. Desde que la moda de regalar una rosa se imita globalmente en el Día de los Enamorados, la alta demanda de rosas, en buena medida importadas desde Ecuador o Colombia, obliga a una producción extensiva, y de bajo coste, para satisfacer al mercado. Pocos son capaces de distinguir los tallos que delatan ADN y procedencia de las rosas, aunque tras ese cultivo intensivo y con una mano de obra mal pagada, subyace otro escalofriante hecho sobre el cual se reflexiona apenas.

La rosa necesita un número suficiente de heladas para prosperar y en nuestro país son cada vez son más infrecuentes por las elevadas temperaturas invernales. Pero llega la fecha clave, vamos a la tienda y nos esperan las rosas inodoras y producidas en serie; otro objeto de consumo, pese a tratarse en realidad de un ser delicadísimo y extraordinario que damos por hecho. Basta con poder comprarlas para la ocasión.

Día de Sant Jordi en Barcelona.Carles Ribas

Por estos motivos valdría la pena ser más exigentes al reclamar la presencia sostenida de las flores en las reivindicaciones de los problemas derivados del cambio climático y que a su vez influyen en el mismo —es el caso de los cultivos intensivos—. No podemos permitirnos el lujo de perder esos campos espectaculares de amapolas que nos regala el inicio del verano y que se agotan deprisa en su belleza. Los pinta Monet en 1873 y a la derecha aparecen su mujer Camille y su hijo Jean, quien está recolectando un ramillete, regalo para su madre —los hacíamos de niños—. Se tratará de un ramo tan efímero como la propia flor, cuyo rojo intenso se extingue nada más cortarla; los jardineros advierten que no es negativo cortar las flores, por cierto.

La amapola se nos deshace entre las manos, igual que ocurriría con las flores desprotegidas en el invierno de Helsinki. “La amapola de junio pertenece a la misma familia moral. Ella no es sino un grito, una llamada al sol. Sus pétalos tienen tanta prisa por abrirse a los rayos solares que, aun arrugados, agrietan su velludo botón y adquieren la forma de un cáliz para asimilar mejor la luz” , escribe Marie Gevers. Ojalá puedan las flores seguir siendo algo tan único y trascendental como las joyas de los pobres. Ojalá no sucumba la rosa a nuestra codicia y nuestras celebraciones banales.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En