Los 10 años de lucha contra Putin de las Pussy Riot llegan al museo
Una exposición en Dinamarca documenta cómo este colectivo de mujeres hizo de la ‘performance’ la mejor arma contra el líder ruso
Cientos de fotografías pegadas con cinta aislante, vídeos de protesta, canciones, mandamientos judiciales, mensajes escritos en las paredes y hasta capturas de Instagram. No se necesitan cartelas. Solo punk, poesía, humor y rabia, enmarcados sobre paredes de colores, los mismos tonos de sus pasamontañas. La exposición Terrorismo de terciopelo, la Rusia de Pussy Riot, abierta hasta el 14 de enero de 2024 en el Museo Louisiana de Arte Moderno de Dinamarca, documenta más de 10 años de protestas, actuaciones espont...
Cientos de fotografías pegadas con cinta aislante, vídeos de protesta, canciones, mandamientos judiciales, mensajes escritos en las paredes y hasta capturas de Instagram. No se necesitan cartelas. Solo punk, poesía, humor y rabia, enmarcados sobre paredes de colores, los mismos tonos de sus pasamontañas. La exposición Terrorismo de terciopelo, la Rusia de Pussy Riot, abierta hasta el 14 de enero de 2024 en el Museo Louisiana de Arte Moderno de Dinamarca, documenta más de 10 años de protestas, actuaciones espontáneas, canciones y activismo del colectivo ruso feminista, nacido en Moscú en 2011 como protesta contra el régimen de Vladimir Putin. La museografía sugiere cierta urgencia y provisionalidad, como si se internara en un espacio okupado del que huir a la carrera en caso de problemas. Sin embargo, el público que abarrota las salas donde se exhibe la muestra, un domingo de finales de septiembre, parece no tener prisa.
El miedo llega después, cuando fijas la mirada en uno de los vídeos: una joven, vestida de negro y con botas militares, es arrastrada sin contemplaciones por dos policías. Grita y lucha por soltarse sin ningún resultado. Justo antes de ser introducida en un furgón, entra en cámara otra mujer que graba la escena con un móvil, documentando el momento del arresto de una opositora al despótico régimen ruso. En otra grabación se ve gente que pasea, todos en la misma dirección, no hay pancartas ni se escuchan gritos o consignas, solo gente andando. Así son las manifestaciones en la Rusia de Putin. Como elegida al azar, una persona es apresada y reducida. Se oyen voces, se masca la tensión. El detenido se lanza al suelo, un agente lo levanta en volandas, como si fuera un pelele, por la cintura del pantalón. Con ese impulso es introducido en un coche, pero ¡ay!, las piernas quedan fuera, impidiendo que cierren la puerta del vehículo. Nuevos golpes y empujones y la puerta cede sin problema.
Los impactantes vídeos se conjugan con información de la suerte que corren los detenidos, las penas de cárcel, las pulseras telemáticas ajustadas al tobillo, para conocer en todo momento la ubicación de los presos políticos y las fotos de gente con el rostro manchado de un líquido verde con el que atacan a los opositores. Habitualmente el líquido se usa como antiséptico y resulta difícil de quitar, lo que puede acarrear problemas si se participa en actividades públicas.
El trabajo de Pussy Riot contiene raíces del dadaísmo, el fluxus y el activismo del siglo XX, basado en llevar el arte del performance a los lugares públicos. Además de acciones sorpresa, escriben libros, van de gira con su música, participan en debates y dan discursos políticos. Algunas performances de Pussy Riot, una mezcla de valentía y humor, forman parte del ideario de acciones políticas más poderosas del siglo XXI. Punk Prayer, la plegaria que ridiculizó la unión del Kremlin y la Iglesia Ortodoxa, ocupa un lugar destacado en Louisiana. Sucedió en 2012 en la catedral de Cristo Salvador de Moscú. Cuatro chicas con minifalda, medias de colores y pasamontañas, gritan y cantan consignas contra la situación política en el altar mayor. Apenas unos segundos de golpes de guitarra y saltos antes de ser detenidas. Tres miembros del grupo fueron arrestadas y condenadas a dos años de cárcel, acusadas de vandalismo por odio religioso. Las protestas se pagan caro en Rusia. El obispo Tikhon Shevkunov, amigo del presidente ruso, bautizó el espectáculo como terrorismo de terciopelo, un buen título, incluso, para una exposición.
No era la primera ocasión en que el colectivo ocupaba titulares de medio mundo. Apenas un año antes, cuando el presidente ruso anunció que se presentaba a la reelección, el grupo lanzó una de sus espontáneas acciones de protesta de gran plasticidad en la mismísima Plaza Roja de Moscú, junto al mausoleo de Lenin. El contundente ritmo de las guitarras acompañó los gritos de Pussy Riot con sus uniformes habituales. Con el tiempo la lista de motivos de rebeldía fue creciendo: Putin forever, los derechos LGBTIQ+, la liberación de los presos políticos y más recientemente la protesta contra la guerra de Ucrania forman parte de los temas recurrentes del colectivo.
El museo Louisiana, ubicado en Humleberg, junto al mar Báltico y a unos cuarenta kilómetros de Copenhague, se ha convertido en uno de los espacios de reflexión del arte moderno de referencia. La exposición (la primera del mundo de estas dimensiones) se enmarca en la tradición del museo de involucrarse en el presente, la libertad de expresión, la democracia y los derechos humanos. Su director, Paul Eric Turner, sostiene que “se trata de una plataforma obvia para acercar el arte político del grupo a la vida”.
“El humor ayuda a romper el terror”
Terrorismo de terciopelo se gestó a lo largo de varios meses en colaboración con Maria Aliójina (Moscú, 1988), una de las líderes de la banda, conocida como Masha y considerada por las autoridades rusas como “delincuente habitual”, motivo por el que era arrestada de manera frecuente con cargos falsos, según ella. En una entrevista realizada por el museo durante el montaje de la exposición, la activista asegura que el sistema pretende generar miedo entre la población y paralizarla. “Creemos que las sonrisas y el humor ayudan a romper ese terror”, dice. Masha describe el régimen actual como totalitario y el desarrollo desde 2012, cuando fue detenida en la catedral moscovita, hasta ahora como “el camino al infierno”, un trayecto que alcanzó su punto más bajo con la invasión de Ucrania en 2022. Masha, que escapó el año pasado de Rusia —disfrazada de repartidora de comida— para eludir la creciente presión del Kremlin, asegura que “el mundo debería unirse y proteger a Ucrania”: “Es una vergüenza constante, no quiero que gane Rusia”.
Sobre la reelección de Putin en 2012 y el origen de su lucha, Masha añade que su banda ya lo avisó. “Hablamos en diferentes parlamentos, yo hice entrevistas, hablé con políticos, opositores y gente de la calle, pero no solo yo. No solo Pussy Riot, la oposición advirtió de los peligros del régimen, pero los intereses comerciales se volvieron más importantes que la vida humana”. La lucha del colectivo, cuenta, fue creciendo “paso a paso”. “Cuando vemos algo injusto reaccionamos. No había un plan de resistencia, aunque la revolución estaba en nuestros corazones. Usamos lo que teníamos, estábamos desnudas frente al sistema, pero hicimos algo”.
Hicieron actos como atacar con aviones de papel un edificio oficial moscovita. Como resultado, Masha fue detenida. Su imagen con un avión de papel azul entre las manos y escoltada por dos policías forma parte del material expuesto. Y grabaron vídeos con un punto escatológico, de esos pelín bestia y marca de la casa: una activista de pelo rubio, con una foto de Putin entre las piernas, se levanta la falda hasta las ingles y suelta una larga y sonora meada. Al abandonar la sala suena solemne el himno ruso. Pussy Riot ya es mucho más que una banda. Cualquiera puede ser una Pussy Riot.