Caetano Veloso, el octogenario más joven de todo Madrid
El enciclopédico padre del tropicalismo, fabuloso de voz a sus 81 años, entusiasma a los 2.000 testigos de su regreso a la capital
Todos queremos parecernos a Caetano Veloso, aunque sea un poquito. Y nos quedaremos con las ganas, porque a duras penas alcanzaríamos la altura de su calcetín. Lo verbalizaba, camino del Campo de las Naciones madrileño, un músico español de cabellera azul intenso y que por edad bien podría ser nieto del brasileño: “Hoy he viajado desde el Mediterráneo solo para verle, por si se me pegara algo. Lo que fuera”. Puestos a escoger, sugirámosle esa capacidad envidiable pa...
Todos queremos parecernos a Caetano Veloso, aunque sea un poquito. Y nos quedaremos con las ganas, porque a duras penas alcanzaríamos la altura de su calcetín. Lo verbalizaba, camino del Campo de las Naciones madrileño, un músico español de cabellera azul intenso y que por edad bien podría ser nieto del brasileño: “Hoy he viajado desde el Mediterráneo solo para verle, por si se me pegara algo. Lo que fuera”. Puestos a escoger, sugirámosle esa capacidad envidiable para atrapar y encapsular el espíritu de la juventud eterna.
Caetano Emanuel Vianna Telles Veloso anda ya por las 81 primaveras ―lo anotó él mismo, para ahorrarle al auditorio las visitas a la Wikipedia― y nunca se tomará la molestia de recurrir al tinte para disimular las canas. El suyo es desde hace años un bello cabello níveo, pero la genética le permite aparentar al menos tres o cuatro lustros menos y su actitud de sabio epicúreo le situaba como el más exultante y rabiosamente jovial de cuantos nos encontrábamos este miércoles allí, en el Palacio Municipal Ifema, abarrotando esas 2.000 butacas que durante largos minutos de euforia se quedaron huérfanas de posaderas que las quisieran ocupar. Rejuvenecer es, hasta donde sabemos, imposible, pero solo la música permite a ratos acariciar semejante espejismo. Y cuando Veloso emprenda la última partida ―esperemos que aún dentro de mucho―, lo hará con una lozanía picassiana y una bondad más propia de Calcuta.
Tan generoso es el cantor que gusta de abrir su espectáculo con una lectura exhaustiva de créditos en la que se menciona hasta al operario del teleprompter. Todos cuentan, todo suma y a nadie se le hace de menos. Inmersa la parroquia en esa gozosa hermandad igualitaria, solo puede suceder que el sumo sacerdote obtenga una ovación estruendosa, reverencial y prolongada nada más asomar por escena, sin haber pellizcado aún ni el primer acorde. Ni siquiera habrá de esforzarse demasiado en la faceta guitarrera durante los 95 minutos de comparecencia: para ello el abuelo Caetano, el más joven del lugar, sabe rodearse de un quinteto de zangolotinos insultantemente precoces en su sabiduría. Y no es ni medio normal el caso concreto de Lucas Nunes, guitarrista y teclista ubicuo, director musical, lugarteniente de todo y, en sus ratos libres, líder de la banda Bala Desejo. Un Caetano para la segunda mitad del siglo.
Veloso, el jovenzano recalcitrante, ha decidido que no hay mejor manera de celebrar su condición de octogenario que cantando mejor que nunca. Es pasmoso. Acostumbrados a atribuirle secretos pactos demoníacos solo a Mick Jagger, Ana Blanco o Jordi Hurtado, resulta que el autor de Desde que o samba é samba es capaz de exhibir a estas alturas una voz prístina, lindísima, primorosa, sin un triste atisbo de grano. Con la danza ya no anda tan atinado, aunque esos tímidos pasos dislocados de baile espasmódico le convierten en una suerte de David Byrne bahiano. Y a la hora de gestionar su gigantesco legado discográfico ―cinco décadas y media de producción sin apenas tropiezos―, prefiere siempre la audacia a la evidencia: sabe que Sampa desatará aullidos de satisfacción desde la platea durante sus breves lapsos instrumentales, pero antes suministra Meu coco y Anjos tronchos, dos preciosidades de su último disco (Meu coco, 2021), una de esas pequeñas obras maestras de madurez que el mundo, enfrascado en pavorosas disertaciones sobre el autotune y las music sessions, no se tomó la molestia de escuchar.
Caetano sirve como símbolo nacional que cualquier país de la galaxia bien quisiera para sí. Es samba y tropicália, obviamente, pero nunca se conforma solo con ser el mejor en lo suyo. Con Não vou deixar desplegó un halo de sofisticación en torno a los teclados que haría feliz a Michael Franks (aunque la enloquecida coda de percusiones solo puede ser cosa de Veloso). Y aún más transgresor resultó You don’t know me, tropicalismo modernísimo con falsete de soul, ejemplo máximo de esa abrumadora facilidad suya para reinventarlo y retorcerlo todo, para pasar cualquier ingrediente por su tamiz y que el sabor resultante, como en un sortilegio, sea completamente distinto. Parece magia, pero no: es magisterio.
Y así sucedió que el joven Caetano Emanuel nos condujo por su particular laberinto de Hamelín sin que nadie rechistase en cada recodo: de la eclosión rítmica de Trilhos urbanos a la tersura de Ciclâmen do Líbano, donde la percusión acariciada y el bajo obstinado escoltaban los arpegios sutiles y levemente orientalizantes de la guitarra; de Araçá azul, breve y minimalista como una nana enigmática, al baile incontenible de Reconvexo, el momento en que la sala acabó por sacudirse cualquier atisbo de pudor y sus moradores, incluso los manifiestamente alejados de toda fina estampa, se pusieron en pie para exhibir sus dispares capacitaciones coreográficas. Y de la desafiante A bossa nova é foda, fascinante rock psicodélico de aires mitineros, a Itapuã, donde un discurso bondadoso, casi bordeando el soft jazz, ayuda a que su protagonista acabe confesando sin jactancias: “Todavía soy feliz”.
Llegaron, por supuesto, los episodios ineludibles, esos que alimentarán durante todo el día las stories. Para Cucurrucucu paloma pudo incluso permitirse una guitarra tosca y de ejecución accidentada: su voz sola, al borde del quebranto, se habría bastado por sí misma para desarmar a los dos ejércitos en el frente de Bajmut. Baby propone una balada de amor tan pluscuamperfecta como para que no desentone en ella una cita del Diana de Paul Anka. Y O Leãozinho, en fin, es una de esas melodías tan sencillas y ferozmente hermosas que parecen provenir del mismo sueño histórico que legó Yesterday a la eternidad.
Caetano sonreía y nos sonreía, igual que invitaba a las palmas y el tarareo durante Lua de São Jorge. Y cuando el joven oficiante octogenario se erige en apóstol de la complicidad es fácil profesar su misma fe. ¿Hemos dicho ya que a todos nos gustaría parecernos a él, siquiera un poquito?