Beyoncé, lujo y fiesta en Barcelona
La diosa norteamericana escanció voz, carisma y glamur en un Olímpico entregado
Pasan 10 minutos de las 20.00, por megafonía suena Actress, pero no pasa nada más. Transcurridos unos minutos explota la alegría contenida de las 53.000 personas que el jueves por la noche llenaron el Estadio Olímpico de Barcelona para sentirse en casa de Beyoncé. De repente un carrito de golf cubierto se acerca al escenario por detrás. La pantalla, rectangular, ocupando todo el entarimado, tamaño inconmensurable, muestr...
Pasan 10 minutos de las 20.00, por megafonía suena Actress, pero no pasa nada más. Transcurridos unos minutos explota la alegría contenida de las 53.000 personas que el jueves por la noche llenaron el Estadio Olímpico de Barcelona para sentirse en casa de Beyoncé. De repente un carrito de golf cubierto se acerca al escenario por detrás. La pantalla, rectangular, ocupando todo el entarimado, tamaño inconmensurable, muestra un cielo azul con nubes. Griterío. Aparece el nombre de la estrella. Son las 20.28. Su imagen se forma en pantalla, una maja con la que Goya hubiese disfrutado. Y bajo la luz del día, con aplastante seguridad, suena un piano y Beyoncé dice que quiere a Barcelona. Comienza el espectáculo. Beyoncé en su salsa, en el centro del universo.
Sonido atronador pero matizado en lo que se convertiría en una gigantesca discoteca. Se oyen decenas de voces que al fin se ven porque en el centro del escenario hay una puerta, tipo Stargate, pero ciclópea, que una vez abierta muestra al grupo. Todo es plata y brillos. Beyoncé, traje pantalón de lamé, melena rubia y lacia, pendientes con los que pueden pagarse decenas de entradas VIP a 3.000 euros, reina. Como en su gira de 2016 ella lo es todo, la imagen, el icono, ahora multiplicado por dos a ambos lados de la enorme puerta circular. Un espectáculo babilónico para divinizarla. Un montaje para lucir cuerpo y voz.
Estas claves se mantienen toda la noche. Si Coldplay nos dijo que se puede ser feliz con lucecitas y Springsteen con un chaleco y una Fender, Beyoncé es lujo, fiesta, house, funk y hip hop, diversidad de género. Siete actos, otros tantos vestidos, casi todos plateados y brillantes como los que llevaba buena parte de la audiencia, todos de diseñadores cuyo nombre ya cuesta 25 euros solo por pronunciarlo. Glamur y lujo, baile y baladas, las que en un gesto insólito en estadios abrieron la noche, como esa 1+1 que el público coreó enloquecido. No es para menos, la estrella se impone con solo estar. Y esa mirada indicándole a su marido, Jay Z, que baje la basura debe ser inapelable. Si lo es en un estadio… mucho poder.
El espectáculo, casi un musical, fundamentado en su nuevo disco, solo interrumpido parcialmente por los cambios de vestuario, fue fastuoso. Cuerpo de baile nutridísimo, entre escuadrón y pelotón, banda poderosa y coros para construir un sonido que se antojó natural, lujoso, pero con pespuntes a mano pese a su digitalización. Y esa descomunal pantalla que soportó la luz diurna de medio concierto, las coreografías, algunas en una pista circular que se alejaba del escenario, un vehículo de aspecto lunar en Black parade (con la aparición de su hija, Blue Ivy), esa evocación al nacimiento de la Venus de Botticelli en Plastic off the sofa, la locura desatada con Break my soul y Crazy in love, esos sombreros plateados —sí, el concierto pareció patrocinado por una marca de papel de aluminio— que desviaron las luces en Formation y ese caballo, también de plata, en Summer renaissance deslumbraron, con ella volando sobre la pista con una capa con destellos plateados. La sofisticación de la reina del r&b apareciéndose a sus fieles, esos y esas que ayer vivieron su gran noche junto a la diosa que se hizo carne y durante dos horas y media allí habitó. Hoy todos afónicos. Menos ella. Una noche para mayor gloria de la música negra.