¿Cómo alguien puede atreverse a pintar el mar?

Hay más verdad en un óleo de Joan Mitchell que en la mayoría de las obras que se esfuerzan en reproducir cada grano de arena

'Les Bleuets' (1973), óleo de la artista Joan Mitchell que se encuentra en el Centro Pompidou de París.

Hace treintaicinco años, mi abuela compró un apartamento a trescientos metros de la playa por dos millones de pesetas en un enorme bloque de diecisiete plantas. El edificio formaba parte de un vasto complejo: tres construcciones idénticas que, una en frente de la otra, formaban un ángulo recto con el paseo marítimo. Eran tres grandes colmenas ruidosas de color verde. En la planta baja, decenas de cuerpos sudorosos con sombrillas y toallas solían agruparse delante de los tres ascensores de los que disponía cada uno de los bloques. En un apartamento de apenas treinta metros cuadrados, seis perso...

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Hace treintaicinco años, mi abuela compró un apartamento a trescientos metros de la playa por dos millones de pesetas en un enorme bloque de diecisiete plantas. El edificio formaba parte de un vasto complejo: tres construcciones idénticas que, una en frente de la otra, formaban un ángulo recto con el paseo marítimo. Eran tres grandes colmenas ruidosas de color verde. En la planta baja, decenas de cuerpos sudorosos con sombrillas y toallas solían agruparse delante de los tres ascensores de los que disponía cada uno de los bloques. En un apartamento de apenas treinta metros cuadrados, seis personas y un perro pasábamos la primera parte del verano. En agosto llegaban los tíos y los primos, y nosotros volvíamos al pueblo.

En ese espejismo de ascensión social, me costaba entender cómo una playa que era en realidad una gran extensión de carne brillando bajo el sol (Bacon y Saville vienen ahora a mi memoria) tenía algo que ver con el descanso. Las pieles que a diario sorteaba en el camino de la toalla hasta el agua formaban una compleja paleta de blancos, ocres y tierras. Quién sabe si, cuando pinto, vuelvo mentalmente a buscar los matices en aquella alfombra de carne de la que me alejé nada más pude.

Siento que soy nueva mirando el mar. Observo las piedras, las babas blancas, la lengua que resbala sobre la arena desplazándose lentamente como un animal. El metal y la espuma, el movimiento, el brillo de lo que intuyo en sus entrañas. Meto los pies en el agua y contemplo la vasta extensión azul. Estoy sola. Hoy no he tenido que atravesar una alfombra empapada en sudor para llegar hasta aquí, y la obra de Joan Mitchell sustituye inmediatamente a la imagen de la carne que siempre asocié con esto, el agua está ahora más cerca de la abstracción que del virtuosismo de Pieter Brueghel el Viejo.

Quiero pintarla y de inmediato pienso en todas las marinas que he visto a lo largo de mi vida, pinturas que suelen acabar siendo la representación rígida de algo extraordinario. Sin embargo, las manchas con chorretones de Mitchell me obligan a meterme en el agua. El encuentro directo con la naturaleza y las emociones fuertes que la obra de la norteamericana despiertan en mí deforman el tiempo y ese tiempo me engulle. Igual que hace Enrique Vila-Matas en Montevideo.

Estos últimos días, por alguna razón que desconozco, ambos autores se han estado dando la mano en mis pensamientos. Me siento en la cama de una minúscula habitación de hotel y el escritor me descubre qué oculta una puerta condenada que hay detrás de un armario. Me enseña a confundirme y a desaparecer en lo que escribo, a olvidarme de mí cuando trabajo. Barro con la mirada, como barro la superficie del mar, una reproducción de Les Bleuets, un óleo sobre tela que mide casi tres metros de alto por seis de ancho. Siento que la luz dura más que de costumbre y pienso en todas las cosas sumergidas que palpitan aunque no las veamos.

Penetrar. Abrir. Perforar. Fundirse. Fantaseo desde mi falso privilegio (porque he conseguido rascar dos días para leer, enfundada en un jersey de lana delante del mar, porque también yo caí en la trampa de producir y estar al día, de ser visible y no desaparecer, de no parar el ritmo de trabajo), introduzco el cuerpo en el agua fría y vuelve a los oídos el sonido de la infancia, ese pitido tan difícil de pintar en una marina. Hay más agua, más aire y más verdad en una pintura de Joan Mitchell que en la mayoría de las obras que se esfuerzan en reproducir cada grano de arena.

Mi sobrina de seis años me pidió una vez agua de un río y arena de un desierto porque quería comprobar si era tan suave como ella creía. Escribo este texto desde su mesa, sobre la que reposan pequeñas botellitas que contienen el mar Muerto, el mar Rojo, el río Dulce y el Nilo. Me pregunto si tiene sentido seguir queriendo pintar el agua y vuelvo instintivamente a mi última lectura: ¿no será que siempre queremos escribir sobre aquello que nos impide hacerlo?

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Paula Bonet

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