Eduardo Halfon: “Primero se queman libros y luego personas. Hay que tener cuidado con cancelar”
‘Un hijo cualquiera’ reúne textos del autor guatemalteco en los que la paternidad ofrece una nueva perspectiva sobre el exilio, la infancia o la vocación literaria
No sintió una particular conexión con aquel bebé que pusieron en sus brazos nada más nacer. Era su hijo, pero podía ser de otro. De esa extrañeza surge Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide), el título del último libro de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 51 años), un volumen en el que el escritor de El boxeador polaco ha reunido textos dispersos escritos en los últimos seis años. La paternidad es el telón de fondo que le permite revisitar lugares y temas, ya presentes en su repertorio, co...
No sintió una particular conexión con aquel bebé que pusieron en sus brazos nada más nacer. Era su hijo, pero podía ser de otro. De esa extrañeza surge Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide), el título del último libro de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 51 años), un volumen en el que el escritor de El boxeador polaco ha reunido textos dispersos escritos en los últimos seis años. La paternidad es el telón de fondo que le permite revisitar lugares y temas, ya presentes en su repertorio, como el judaísmo, la Guatemala de su infancia, el exilio en Estados Unidos o su improbable entrada en el mundo literario tras haberse licenciado como ingeniero. “Mi hijo es un punto de partida, un espejo en el que me veo reflejado, y que me da ideas para ensayar en torno a distintos temas”, explicaba en una visita a Madrid a finales de septiembre, en el patio de un hotel cercano a la plaza de Alonso Martínez.
¿Sintió que la paternidad era un terreno peligroso para la escritura, propenso a lo empalagosamente sentimental? “Cualquier tema es potencialmente cursi, puede ser fácil caer en eso. Al hablar de la paternidad me interesaba más el lado literario que el, digamos, ñoño”, reflexionaba. Una cita de Zama la novela de Antonio di Benedetto — ”Haz hijos, Manuel; no libros”— abre con ironía el nuevo libro. “Cuando te vuelves padre, ser escritor ya no importa tanto. A mí me pasó que empecé a sentir que hago libros, como otro hace camisas”, apunta Halfon, que lleva cerca de 20 títulos publicados a razón de más o menos un libro cada dos años, un ritmo que no tiene claro a qué se debe. “Quizá tenga que ver con la concisión, y eso esté relacionado con mi carácter de ingeniero llevado al lenguaje. Pienso en la música y el ritmo, qué va y qué no y en qué orden”.
La familia ha sido un tema recurrente en su obra en la que aparecen sus abuelos, padres, hermanos. ¿Sentía que debía ser más cuidadoso con su hijo, al que apenas menciona, y elude describir directamente? “La perspectiva a través de la cual veo a mi hijo en el libro es muy distinta a cómo he visto a otros miembros de mi familia, él está más que nada como detonante”. En uno de los textos de Un hijo cualquiera habla de cómo el niño le imita y se sienta a leer calladito a su lado, aunque aún no es capaz de descifrar las letras, sosteniendo un libro. Y la imitación, vista desde distintos ángulos, es un tema sobre el que vuelve en las notas o viñetas-recuerdo que articulan el libro. ¿Es ese un asunto que le ha preocupado como escritor? “Las influencias es algo muy presente. Llegué tarde a la lectura, con muchas ganas y sin orden”, recuerda Halfon. Del “quiero leer”, explica, pronto pasó al “quiero escribir”, y ahí adoptó una estrategia de músico. “Escribía como tocando covers, y de ahí surgió El ángel literario, los cuentos sobre escritores como Hemingway o Hesse y su momento fundacional”. Ese aparentar ser como otro tiene que ver con un tipo de parodia que remite, según confiesa el autor con una sonrisa, al humor judío. “Más allá del humor, fue una estrategia de supervivencia. Quise arroparme y escribir como los grandes”.
En Un hijo cualquiera se detiene sobre el escritor noruego Knut Hamsun, cuya obra Hambre le fascinó antes de conocer el pasado nazi y racista del autor. “¿Qué hacer? Porque si vamos a quemar libros, ¿dónde paramos? Primero se queman libros y luego personas. Hay que tener cuidado con cancelar”, advierte. “Creo que habría que mostrar la obra de esos creadores con su bagaje y desde otra perspectiva. No en un vacío sin contexto ninguno”. Miguel Ángel Asturias, el premio Nobel guatemalteco, colocó a Halfon hace tiempo ante una disyuntiva: “Era un inmenso racista en cuya tesis doctoral hablaba de ‘blanquear al indio’, algo que quizá no era inusual en aquel momento, pero de lo que nunca en su vida se retractó”. Cuando le otorgaron el Premio Nacional que lleva el nombre de Asturias y que fue rechazado por el poeta maya Humberto Akabal en una edición anterior, Halfon tuvo que pensarlo bien y finalmente decidió aceptarlo y donar el dinero a una organización que ayuda a las niñas.
París, Guatemala, Estados Unidos, Bruselas o España son algunos de los lugares que recorre en Un hijo cualquiera, un texto en el que hay algo de diario de pandemia entreverado con recuerdos lejanos. La mezcla no resulta extraña; Halfon lleva 15 años viviendo fuera de Guatemala, en un largo viaje que le llevó de La Rioja (de donde era originario el padre de su esposa, mencionado en uno de los capítulos de Un hijo cualquiera), a Nebraska o Iowa. El confinamiento de 2020 le pilló en París disfrutando de una beca, alargó su estancia en el sur de Francia un año más junto a su mujer y su hijo para trasladarse a continuación a Berlín, donde disfrutó de otro programa de residencia para escritores. Allí sigue. “Es un lugar ajeno a nosotros, pero muy cosmopolita. Como judío en Berlín no podría estar más desubicado, es como vivir en un museo”, comenta. “He sido educado en una vida itinerante, siempre de paso, con la maleta lista”.
Halfon, que en su nuevo libro habla de su evolución como consumidor de literatura (del “lector junkie” que consume libros como si fueran droga, al “lector hijo de puta” sin paciencia para “frases flojas” o lugares comunes), participó en Madrid el Festival Centroamérica Cuenta. ¿En este y otros encuentros literarios deja aparcado a ese lector? “No soy crítico, ni periodista, no tengo que hacer públicas mis opiniones sobre los trabajos de otros. Los escritores llevamos diferentes máscaras y hacemos muchas cosas que nada tienen que ver con escribir, un acto que exige soledad y ensimismamiento”.