Una extravagante historia del arte contada por un museo nacido en un paraíso de Mallorca

Sa Bassa Blanca, un parque cultural en un espacio protegido creado por una pareja de coleccionistas compulsivos, alberga desde máscaras de tribus aborígenes a instalaciones de autores contemporáneos

Fósil de rinoceronte siberiano del Pleistoceno y cortina con 10.000 cristales de Swarovski, en el espacio Sokrates del museo Sa Bassa Blanca.Foto: PERE COLOM / MUSEO SA BASSA BLANCA | Vídeo: EFE

Desde la localidad mallorquina de Alcudia nace una carretera, de unos cuatro kilómetros de largo, que se adentra en un bosque de pinos y acebuches. Mientras se avanza desaparecen las cunetas y la raya que separa los carriles, hasta llegar a la verja del Museo Sa Bassa Blanca, la balsa blanca, en castellano, por el nombre que daban los pescadores a una acumulación de agua en esa zona que les servía de faro desde el mar. Un paraíso terrenal, protegido, con vistas a la bahía que acoge un parque artístico en el que se puede contemplar un ...

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Desde la localidad mallorquina de Alcudia nace una carretera, de unos cuatro kilómetros de largo, que se adentra en un bosque de pinos y acebuches. Mientras se avanza desaparecen las cunetas y la raya que separa los carriles, hasta llegar a la verja del Museo Sa Bassa Blanca, la balsa blanca, en castellano, por el nombre que daban los pescadores a una acumulación de agua en esa zona que les servía de faro desde el mar. Un paraíso terrenal, protegido, con vistas a la bahía que acoge un parque artístico en el que se puede contemplar un barceló o un miró mientras los niños corretean entre 50 gigantescas esculturas de animales: un hipopótamo, un elefante, un perro o un pulpo, esta de ocho metros de altura. A las puertas del museo saludan, afectuosos, los coleccionistas y artistas Ben Jakober (Viena, 92 años) y Yannick Vu (Monfort-L’Amury, Francia, 80 años), los artífices de que cada obra que puede verse en los 160.000 metros cuadrados de la finca o los centenares de rosas del jardín exterior, se encuentre en perfecto estado.

El edificio, que fue antes su casa que el museo, lo proyectó en 1978 Hassan Fathy, considerado el mejor arquitecto egipcio del siglo XX. Sin embargo, una tragedia dio un giro a las vidas de Ben y Yannick y cambió el sentido de su vivienda: la muerte en accidente de moto de su hija en Tahití, en 1992, cuando contaba 18 años. Un suceso que les impelió a volcarse en la creación artística y en la adquisición compulsiva de obras, al principio retratos de niños, sobre todo: “Fuimos coleccionando y hoy tenemos 165, de entre los siglos XVI y XIX. Fue una especie de obsesión y una terapia también”, dice Jakober.

Vista de la casa que Hassan Fathy levantó para los Jakober en Alcudia y que hoy es sede del Museo Sa Bassa Blanca.MUSEO SA BASSA BLANCA

Al año siguiente, su amigo Achille Bonito Oliva, director de la Bienal de Venecia de esa edición, les invitó a participar. Lo hicieron al alimón con una gigantesca escultura de 15 de metros de altura de la cabeza de un caballo, inspirada en un célebre dibujo de Leonardo da Vinci. Además, crearon su fundación y en 1994 convirtieron su residencia en un museo que alberga 1.700 obras de arte, “de las que se expone un 30%”, añade.

Ben y Yannick celebran este 2022 sus bodas de oro, mientras siguen sumando obras a sus fondos. “¡Ben no para de comprar!”, bromea ella. “En Christie’s, Sotheby’s, también vienen marchantes, hay donaciones… pero siempre intentamos que lo nuevo tenga alguna conexión con lo que ya hay”, apostilla él. La pareja vive la mitad del año en Marraquech y la otra en Mallorca; conscientes de su edad han decidido impulsar el museo con, entre otras iniciativas, invitaciones a la prensa, como la que se ofrece a EL PAÍS para realizar este reportaje el 10 de junio.

“¿Vamos a hacer un poco de turismo?”. Ben se levanta y la primera parada es un antiguo aljibe reconvertido en sala expositiva, donde cuelgan 56 de los retratos de niños de su colección. Cuando se bajan las escaleras y se accede a este silencioso espacio, uno se siente observado por los ojillos de todos esos pequeños, clasificados por países. “Sí, son inquietantes, porque no son niños jugando, sino serios, preparados para asumir responsabilidades, se ve en sus gestos y en sus ropas”. Como los cuadros con pequeños de la estirpe de los Medici o los Saboya, adornados con los símbolos de su aristocracia; sobrecoge el del rey Sol, Luis XIV, como momificado por un encaje, con su primera nodriza, retratada con un pecho al aire. En la parte holandesa predomina la burguesía, como Niño sentado sobre un cojín, que levanta sus faldillas para mostrar su pene, la manera de proclamar que la familia perpetuaba su nombre.

Retratos de la colección 'Nins', de niños de realezas y aristocracias europeas, en el Museo Sa Bassa Blanca.

Entre los españoles, un óleo con los hijos del rey Felipe II, un retrato de Carlos II, de 1671, por Carreño de Miranda, en el que se aprecia su tez de enfermo con 10 años. También es inquietante el de Luis I niño, hijo de Felipe V, que reinó unos meses por fallecimiento, de Miguel Jacinto Meléndez.

Ante tanto crío, Jakober recuerda cuando con siete años vivió el Anschluss, la anexión de Austria por la Alemania nazi en 1938. “Mis padres eran comerciantes húngaros y judíos, aunque no muy creyentes, pero ayudaban a otros. Nos fuimos a Inglaterra, donde tenían negocios, y obtuve la nacionalidad británica. Ellos también coleccionaban arte”.

Un abuelo de Ben no tuvo esa esa suerte y murió en Auschwitz. Luego en París entró en la banca Rothschild, en 1955. “Un pecado”, ríe. “Ascendí, gané dinero, más el que me dejó mi padre…”. Amigo del pintor y escenógrafo italiano Domenico Gnoli y de la que entonces era su esposa, Yannick, fue a visitarlos a su casa de Mallorca en la época en que hippies y bohemios soñaban con encontrar allí el paraíso. “Me dije: ¡esto es vida!, qué hago en reuniones en París con corbata”. Se compró una finca en la montañosa Mortitx, en 1968, y se dejó barba: “Vivía como un payés, con 400 ovejas”. En 1970 falleció Gnoli por un cáncer y Ben y Yannick pasaron de la amistad al matrimonio dos años después.

'Elefante' (2007), una de las esculturas gigantes, 2,20 metros de altura, en el jardín exterior de Sa Bassa Blanca.MUSEO SA BASSA BLANCA

Fue entonces, como regalo para ella, cuando compró Retrato de una niña con cerezas (hacia 1846), del mallorquín Joan Mestre. “Yannick me contó que hacía años que le gustaba un cuadro que había visto en Palma, pero que los propietarios no querían vender. Entonces recurrí a un anticuario que era una institución. Al día siguiente me llamó y me dijo que no solo tenía ya ese cuadro, sino otro del mismo artista”.

Los padres de Yannick eran una pianista francesa y un pintor vietnamita. “Este museo es la historia de nuestras vidas y de otras”, apunta ella. “No tenemos ningún patrocinio público, lo que nos da independencia para enseñar lo que queremos”. Cuando se le pregunta por el divertido zoo escultórico desplegado en la finca, responde: “El humor es importante en las obras que hacemos, cuando te tomas muy en serio, no vas bien. Ahora estamos preparando piezas para llevar a Londres y Estambul, ¡si estamos vivos!”, ríe. “Sa Bassa Blanca es para disfrutar, permite a distintas generaciones conectar con el arte”. Un tour para el que, calculan, se necesitan un par de horas.

Con unos 20.000 visitantes al año, en 2021 bajaron a 12.000 por la pandemia. “Vinieron los mallorquines porque no iban a otros sitios”, señala Jakober. La previsión para 2022 es superar la cifra prepandemia y el objetivo a medio plazo es llegar a 50.000. “De los que vienen, el 65% son extranjeros, casi todos alemanes; mallorquines hay un 30% y españoles de la Península solo el 5%, cuando son el 35% de los turistas de la isla. Esa es la cuestión, no nos conocen en el resto de España”.

Una de las obras de la artista Louis Bourgeois en el museo.MUSEO SA BASSA BLANCA

La segunda gran sala expositiva, también subterránea, bautizada Sokrates, es un gabinete de curiosidades en el que resulta imposible dejar de asombrarse. Destaca al fondo el fósil de un rinoceronte de Siberia del Pleistoceno. Lo enmarca, justo detrás, una cortina de 10.000 cristales que les regaló la casa Swarovski. “Es mágico cómo algo tan antiguo y algo tan reciente pueden casar bien”, afirma. Ese gusto por la yuxtaposición de estilos y épocas es constante: hay un vehículo eléctrico, máscaras de Congo y Nepal u obras de arte africano contemporáneo realizadas con cepillos de dientes y tapones de plástico para llamar la atención de la basura en los mares. A su lado, una pieza de Louis Bourgeois, Estudio para la cabeza de Lucien Freud, de Bacon; un barceló de 1983, en el que quedaba ya patente su gusto por el uso de materiales como el barro; dos cuadros de José María Sicilia… O instalaciones, como una proyección de luz de James Turrell, Juke Blue.

Ben Jakober y Yannick Vu, en una de las salas del Museo Sa Bassa Blanca, de Alcudia, Mallorca, el 10 de junio.FRANCISCO UBILLA

De repente, uno se topa con enormes postes en madera de casas de Papúa, una pequeña figura de un cristo del siglo XVI o arte precolombino… “Los niños no se aburren, lo importante es poner en ellos la semilla de algo que puedan recordar más adelante”, dice Jakober. Tampoco quiere que se cansen. Por eso hay una cafetería con terraza, surtida por el huerto de la finca, y una zona de picnic. Ese componente lúdico que subraya esta pareja de amantes del arte resplandece en las obras en el exteriores, además de las esculturas gigantes de animales. Hay un laberinto de piedras, una corona de espinas realizada con ramas de la zona o la obra titulada Estelas del Sol, que representa a un conjunto megalítico con 13 piedras de tres metros de altura cada una, traídas de una cantera cercana.

Como empieza a hacer calor, es el momento de entrar al museo, que tiene tres plantas expositivas. Es una casa blanca, de muros almenados y cúpulas, con un patio interior que recuerda, en versión reducida, a los de la Alhambra, con dos fuentes, palmeras, jacarandas y limoneros. Hassan Fathy levantó este palacio, tachonado de celosías y puertas antiguas, cuando tenía 78 años. Fue la única obra en Europa Occidental de un alarife que abogaba por los materiales sencillos y una arquitectura sostenible, quizás porque vivía en El Cairo con una docena de gatos y se alimentaba de pollo hervido con fideos.

Silla de cartón diseñado por Frank Gehry, en el Museo Sa Bassa Blanca.MUSEO SA BASSA BLANCA

En una pared hay una serpiente de metacrilato enroscada, basada en un dibujo de Yves Saint-Laurent; subiendo las escaleras, un dibujo de Miró… La biblioteca alberga unos 10.000 libros de arte y está presidida en una pared por una pieza, titulada Leer con prisa, un guiño a su amigo, el fallecido empresario Jesús de Polanco, fundador de EL PAÍS y presidente del Grupo Prisa. Se trata de una noria con libros que gira al pulsar un botón. En otras estancias cuelgan dibujos de Gnoli, de artistas marroquíes, del padre de Yannick... Un pequeño jardín acristalado sorprende con una colección de sillas de diseño, como una de cartón de Frank Gehry, y otras de Damien Hirst, Ron Arad, Enzo Mari o Tom Dixon.

Y si uno pensaba que su cerebro no podía recibir más destellos, la guinda está en la antigua habitación de la pareja. Encajado en una cúpula hay un artesonado policromado mudéjar de 1498, adquirido a un anticuario en Madrid que conserva su inscripción: “Esta capilla iso a su costa Juan Fernandes castellano canónico capellan perpetuo en esta Yglesia de Tarazona”. El sacerdote Fernández jamás pensaría que parte de la techumbre de su iglesia sería, cinco siglos después, lo primero que verían al despertar una pareja en su mansión de estilo fortaleza árabe en Palma.

Termina la visita y así se puede dejar de estar boquiabierto, mientras Yannick, con su español con acento francés, afirma: “Coleccionamos porque nos gusta, sin idea de que sea una inversión, queremos dejar para el futuro constancia de todo esto”.

Michael Douglas, patrono de honor

Yannick y Ben, junto a unos gigantescos jarrones en una de las salas del museo.FRANCISCO UBILLA

Uno de los óleos de la colección Nins, de retratos de niños, tiene una curiosa historia que Jakober cuenta: “Era de la colección de Max Stern”, marchante alemán, de origen judío, que huyó de los nazis. “Lo compramos en una subasta en Alemania y nos avisaron después que lo habían tomado en su momento los nazis y los herederos pedían su devolución. No tenía gran valor artístico, pero fui a un abogado a Nueva York. Me preguntó lo que me había costado y cuando se lo dije, me contestó: ‘Con eso no podrás pagar mis honorarios’. Le comenté, bueno, es que vengo desde Mallorca… '¿Mallorca?, ¿conoces a Michael Douglas?’. Le respondí que éramos amigos. Entonces cogió el teléfono: ‘¿Michael?, aquí hay alguien que dice que te conoce…’. Al final, logró un acuerdo salomónico con el cuadro, que quedó en propiedad de los herederos, pero se quedaba aquí. Meses después, le llamé: ‘No me has mandado la factura’. Y respondió: ‘Si te fuera a cobrar ya te la habría enviado hace mucho”. Hoy, Michael Douglas, que les visita cada verano, es patrono de honor de la fundación que gobierna el museo. 

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