De tocar con El Canto del Loco para 100.000 personas a hacerlo ante siete: una historia de dignidad artística
El guitarrista gaditano Pipo Romero renunció a un cheque en blanco como mercenario para desarrollar una carrera en solitario con la que no llega a fin de mes
El guitarrista gaditano Pipo Romero sabe lo que es tocar la guitarra ante más de 100.000 espectadores. Se conoce casi todos los estadios, pabellones, plazas de toros y estudios de grabación de España. Pero en uno de sus conciertos más recientes, en la cafetería Abonavida de Madrid, exhibió su magisterio instrumental ante un total de siete personas. Ni una más. A sus 39 años recién cumplidos, ahora se siente mucho más realizado y orgulloso de sí mismo, dispuesto a perseverar y llegar hasta las últimas consecuencias con su empeño de desarrollar un repertorio instrumental propio que bebe del flam...
El guitarrista gaditano Pipo Romero sabe lo que es tocar la guitarra ante más de 100.000 espectadores. Se conoce casi todos los estadios, pabellones, plazas de toros y estudios de grabación de España. Pero en uno de sus conciertos más recientes, en la cafetería Abonavida de Madrid, exhibió su magisterio instrumental ante un total de siete personas. Ni una más. A sus 39 años recién cumplidos, ahora se siente mucho más realizado y orgulloso de sí mismo, dispuesto a perseverar y llegar hasta las últimas consecuencias con su empeño de desarrollar un repertorio instrumental propio que bebe del flamenco y las músicas populares españolas y latinoamericanas, pero que no se parece al de ningún otro músico.
Es una aspiración loable, plasmada a estas alturas en tres álbumes solistas de belleza serena, deslumbrante, preciosista y rabiosamente melódica. Todo suena bien. En realidad, solo existe un problema: encomendándose a la excelencia y el virtuosismo, Pipo Romero no llega ahora a fin de mes. “Tengo varios créditos abiertos para sufragar mi último disco, Ikigai. Hago malabares con las cuentas. Recibo llamadas del banco casi a diario. Sigo adelante gracias a la ayuda de mi familia y de mi novia, que es abogada especialista en propiedad intelectual, pero estoy retirado de la vida social. No podría permitírmela. Me paso el día estudiando guitarra y perfeccionando el inglés, y solo salgo de casa para sacar de paseo a Locke y Audrey, los perros. Ni siquiera nos vamos de vacaciones. Ahora mismo, no hago vida de pareja”, explica.
Me paso el día estudiando guitarra y solo salgo de casa para sacar de paseo a Locke y Audrey, los perros. Ni siquiera nos vamos de vacaciones. Ahora mismo, no hago vida de pareja
La escena de las 100.000 almas ante los ojos de Romero tuvo lugar el 23 de junio de 2009 en el recinto ferial de Torrejón de Ardoz, en las inmediaciones de Madrid. Pipo era el guitarrista para las giras de El Canto del Loco y aquella noche, en plenas fiestas patronales y con entrada libre, se desató, nunca mejor dicho, la locura. Dani Martín, David Otero y compañía lo habían contratado en abril, exactamente dos días antes de presentar la gira del disco Personas en L’Hospitalet. Pipo memorizó dos horas y media de repertorio de una sentada, se garabateó una chuleta con las sucesiones de acordes y se lanzó a la carretera. Dice no tener “ningún don especial, salvo el de la seriedad”. Mientras los miembros de El Canto del Loco paseaban o descansaban antes de cada concierto, él repasaba obsesivamente en la habitación del hotel. Pura ética del trabajo, que se dice.
Un ‘fontanero’ pluriempleado
Imposible que un caso como el suyo pasara inadvertido en el mundillo de los músicos de estudio. De los “fontaneros”, como a él, con guasa gaditana, le gustaba denominarse. Cuando El Canto del Loco anunció su disolución, en 2010, Pipo se convirtió en uno de los guitarristas más demandados del país. “Solo en 2013″, recapitula, “estuve trabajando para 14 artistas distintos”. Pueden dar fe desde Amaia Montero a Nena Daconte, Andrés Suárez, Mr. Kilombo, El Viaje de Elliot o Salvador Beltrán, por no hablar de los incontables acompañamientos para actuaciones promocionales en la radio. No había días libres. Hasta que le llegó la propuesta más suculenta de todas. El manager de Carlos Rivera, el célebre y muy internacional cantante mexicano de rancheras, lo invitó a un reservado de postín para ofrecerle el puesto de director musical. Le habló del apartamento de lujo donde residiría en Ciudad de México y le sugirió que él mismo decidiera el montante de su salario. Era una oferta irrechazable. Un cheque en blanco. Pero él dijo que no.
“Llegué a la conclusión de que aquella vida que llevaba no tenía sentido”, reflexiona ahora mientras pide un agua con gas en el Club Matador de Madrid, escenario de esta entrevista. “Ganaba mucho dinero, gastaba bastante y no me alimentaba nada interiormente. Llevaba algunos meses coqueteando con composiciones propias, instrumentales. Y decidí apostar por ellas, por algo propio”.
Fue, y lo admite sin ambages, “un suicidio”. Así se lo hicieron ver “no menos del 80%” de sus allegados. “No te compliques la vida, que ahora tienes buen trabajo y estás establecido”, le insistieron sus padres. Los desoyó a todos, aun a sabiendas de que no les faltaba parte de razón. “Compongo música muy accesible y cantable, tarareable, pero a veces el momento melódico culminante no llega hasta el minuto seis. Y no voy a cambiarlo, por muy consciente que sea de que, en estos tiempos de las redes sociales y los algoritmos, has de llamar la atención en menos de cinco segundos”.
David Otero, cofundador de El Canto del Loco con su primo Dani Martín, corrobora que su conexión con Romero “fue muy fuerte desde el primer minuto”. A veces jugaba a esconderle las chuletas con las ruedas de acordes en mitad de los conciertos, pero el guitarrista gaditano, recién incorporado a la banda, siempre salía airoso. “Ahora me he convertido en su fan número 1. A nivel musical, es lo más potente que he visto y conocido de cerca”, subraya. “Y además, me permite descansar de los parámetros del pop y me aporta paz, tranquilidad, cosas bonitas. Nunca había conocido un talento así. Me tiene atrapadísimo”.
Miki Ramírez, el madrileño que se esconde tras el alias de Mr. Kilombo, no se muestra menos elogioso cuando recuerda sus años de colaboraciones. “Lo de Pipo es algo de otro planeta”, exclama nada más coger el teléfono. “Me bastó escucharle tocar tres notas para percatarme de lo meticuloso que es con la interpretación. Confieso que me dio mucha rabia cuando me dijo que nos dejaba para hacerse concertista, pero… ahora lo entiendo todo. Las cosas que está haciendo son una barbaridad”. Y hasta desliza una confesión inédita: “Es de las primeras personas a las que consulto cada vez que compongo algo nuevo”.
El primer disco en solitario de Pipo Romero, Folklórico, data de 2015. Vendió poco, como bien se podía sospechar, pero sentaba las bases de un estilo personal y singularísimo. Con ingredientes de flamenco, música tradicional y clásica, aunque sin ajustarse a ningún género predefinido. Orillando la guitarra española por la acústica, prefiriendo las cuerdas metálicas al nailon, desarrollando afinaciones rarísimas que le obligan a desarrollar una “memoria muscular” para la ejecución. Romero lo tenía todo para engatusar a los seguidores de Vicente Amigo, Pat Metheny o Acoustic Alchemy, por buscar tres referencias ilustres, pero no llegó a encontrar ningún nicho. En cualquier caso, ya no había vuelta atrás: para “evitar tentaciones”, el músico se había cuidado de vender con anterioridad toda su colección de guitarras eléctricas, pedales y amplificadores. El mundo del pop ya no era para él.
Aquel nuevo lenguaje se afianzaría tres temporadas más tarde con una segunda entrega, de título que era más una autoafirmación: Ideario. Y con él, esta vez sí, sucedió algo hermoso. Pipo subió a su canal de YouTube una interpretación solista de La espera, una pieza bella y virtuosa, endiabladamente compleja, y aquella grabación llegó hasta los oídos del canadiense Michael Greenfield, uno de los constructores de guitarras más afamado del mundo. Entre sus clientes figuran Keith Richards o Pierre Bensusan, y el modelo más básico de sus creaciones cuesta, por lo que consta en su web, “a partir de 15.000 euros”. Pero Greenfield se quedó atónito con La espera e invitó personalmente a Romero para que fuera a visitarle a Toronto. Quería “sentir el orgullo de construirle una guitarra a medida” y rebajarle el precio “lo que fuera necesario”.
Romero es hoy el orgulloso propietario de dos greenfields exclusivas que le costaron mucho menos de lo que valen. Con ellas acaba de registrar Ikigai, otro disco bello y minucioso que toma su nombre de un término japonés que significa “la razón de ser” o “la razón de vivir”. Lo suyo se llama convicción, perseverancia, tenacidad. Lo sigue teniendo clarísimo, pero en algún momento de la charla se le quiebra la voz y debe detenerse para que no sigan empañándosele esos enormes ojos claros. “La vida que yo llevo es para echarse a llorar”, suspira. “Amanezco cada día con las cuentas en números rojos, pero sigo. Incomprendido por ahora, pero con la tenacidad de un caballo que no deja de mirar hacia delante. Y haciendo algo distinto por la cultura, o eso quiero creer”.
Le han dedicado reportajes en la NPR, la prestigiosa radio pública estadounidense. Dispone de uno de los mejores lutieres del mundo, le respaldan algunas marcas de música y sonido, acaba de conocer el aplauso del Festival de Jazz de Budapest. “A mi manager le llegan ofertas de guitarristas mucho más famosos que yo, pero sigue conmigo. El problema”, insiste, “es que no sé cuánto tiempo podré seguir así”.
Son los problemas de nadar a contracorriente en estos momentos en que la vida pausada es una entelequia. Justo antes de publicar Ikigai, Pipo Romero decidió repasar las siete composiciones que lo integran tocándolas en la vía pública. Se cogió su greenfield y un amplificador Bosé, buscó un rincón bien frecuentado y empezó a tocar sus títulos más recientes, virguerías como Privo di Luce, Intemporal, La Narcisa o el tanguillo De Las Cosas Que Nunca Dije. Le miraron de refilón varios viandantes, pero solo se detuvo uno. Después de tres horas de música, toda la recaudación ascendió a una moneda de un euro.
¿Frustración? No del todo, porque a un gaditano siempre le queda un pellizco de socarronería en la recámara. “Mira, soy un don nadie y a lo mejor no he nacido en el tiempo adecuado. Pero si buscas outsider en Google, cualquier día va a terminar apareciendo mi foto…”.