Alejandro Sanz recupera en la madurez su condición de baladista seductor

El cantautor madrileño se gusta ante un estadio Wanda repleto de guiños a su vertiente más intimista, aflamencada y sincera

Alejandro Sanz, durante el concierto en el Wanda Metropolitano, en Madrid.Foto: SAMUEL SÁNCHEZ | Vídeo: EPV

No es lo mismo Mick Jagger que Alejandro Sanz, por más que el mayor icono del rock y el ídolo madrileño de sangre andaluza compartan oficio. Pero desde anoche los dos pueden presumir de un llenazo, o casi, en el Wanda Metropolitano de Madrid, lo que equivale a unas buenas 45.000 almas entregadas a sus pies. Y, por lo que respecta al autor de Corazón partío, con un porcentaje significativo de asistentes suspirando aún por sus huesitos, lo que no carec...

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No es lo mismo Mick Jagger que Alejandro Sanz, por más que el mayor icono del rock y el ídolo madrileño de sangre andaluza compartan oficio. Pero desde anoche los dos pueden presumir de un llenazo, o casi, en el Wanda Metropolitano de Madrid, lo que equivale a unas buenas 45.000 almas entregadas a sus pies. Y, por lo que respecta al autor de Corazón partío, con un porcentaje significativo de asistentes suspirando aún por sus huesitos, lo que no carece de mérito en un hombre que dejó hace mucho de ser pipiolo o recién llegado.

Se hizo de rogar Alejandro Sánchez Pizarro hasta las 22.48, con la noche ya cerrada y de relente, y quiso que las pantallas gigantes se estrenaran con unas imágenes suyas de mozalbete seductor, descamisado y de eterna sonrisa de niño travieso, por mucho que el tozudo DNI delate los 53 años transcurridos desde que se incorporó al vecindario del barrio de Moratalaz. A Sanz le gusta sentirse aún cualificado para la seducción, y hace bien en reivindicarse como ese cantautor melódico y conquistador que propiciaba vértigos y estragos en los años noventa y hoy conserva un predicamento muy superior al que están dispuestos a reconocerle sus detractores. Aunque haya orillado un tanto su alma de baladista italianizante y ahora prevalezcan los perfiles latinos y flamenquitos, y hasta ese deje algo canalla que le imprimía al entonar frases totémicas como “Vivir es lo más peligroso que tiene la vida”.

Había en el repertorio de anoche algo de reconocimiento tácito a que Alejandro ha conocido tiempos mejores, circunstancia hasta cierto punto lógica en un artista con 31 años y una docena de álbumes de estudio en el currículo (tranquilos, para el recuento hemos prescindido del periodo como Alejandro Magno). Ni rastro durante toda la noche de El tren de los momentos (2006) ni de aquel disparate desdichado que fue Sirope (2015), paradigma de esos momentos en que los emperadores no conservan en su séquito a un solo lacayo con arrestos para decirle que se han puesto a desfilar en pelota picada. También fue raquítica la representación de ‘#ELDISCO’ (2019), apenas esa Mi persona favorita, que se caracteriza —y que viva la poesía de altos vuelos— porque “tiene la cara bonita”. En cambio, No es lo mismo se reivindicó, con hasta cinco títulos, como su último disco con todas las letras. Y de él ya han transcurrido (créanselo, aunque les cueste) 19 primaveras.

Alejandro Sanz, en el Wanda Metropolitano, en Madrid.Samuel Sánchez

Parte de ese aliento cómplice que aún se percibe entre el escenario y la hinchada proviene, precisamente, de que nos encontremos ante una relación de naturaleza longeva. La gente se ha enamorado y desengañado con canciones de Sanz como banda sonora; lo ha escogido para poner voz a suspiros y anhelos, para sentirse interpelada y comprendida en momentos de naufragio. Para persuadirse de que no estamos solos incluso cuando la vida se pone ingrata y enseña los colmillos. Puede que haya algo de reencuentro con ese Alejandro Sanz más confesional (y a pecho descubierto, como en las imágenes) en Sanz, ese reciente duodécimo álbum que no incluye ningún terremoto para las listas de éxitos, pero sí una interpelación a la faceta más orgánica y aflamencada del artista. Seguramente también la más sincera y genuina. O, como mínimo, favorecedora.

Evidentemente, no es fácil enarbolar un discurso de intimismo y resiliencia cómplice en la inmensidad de un estadio y con ese sonido embarullado y reverberante de las citas multitudinarias. A Sanz le respalda una banda sólida y férrea, tan válida para el pulso firme como para el matiz sedoso, y él aprovecha para gustarse con interpretaciones desgarradas, sentidas y tan emocionantes como la de Cuando nadie me ve. Pero los campos de fútbol son templos más apropiados para comuniones y hermandades con el prójimo que para prolongados éxtasis musicales. Y tampoco ayuda que Sanz recurra más de lo debido al truco de acortar las canciones y entrelazarlas. Así le entran más títulos en el repertorio, claro, pero se difumina el disfrute.

Elegantón con su traje blanco, feliz de rasguear la guitarra con cierta frecuencia, Alejandro supo alternar baladones ineludibles con páginas recientes que aspiran a la condición de clásicos (Deja que te bese, Looking for paradise) y hasta pequeñas sorpresas como Labana, que le viene bien para entroncar con La rosa, esa canción que ha rematado a partir de un esbozo inédito de su amigo Paco de Lucía. Aunque su lectura también fuera, vaya por Dios, en modo decapitado.

Alejandro Sanz, en el estadio Wanda Metropolitano, en Madrid.Samuel Sánchez

Recién doblegada la medianoche, Corazón partío marcó el comienzo del arreón final de la velada, con profusa presencia de las canciones de aquel Más irrefutable, disco español con pase VIP para la posteridad como el más vendido de la historia, que justo ahora cumple un cuarto de siglo. Disfrutamos mucho de un Sanz íntimo y al piano con Y ya te quería, regalo del ilustrísimo Manuel Alejandro, que enlazó con una lectura también muy emotiva de ¿Lo ves?. Pero aún mejor en ese último tramo fue la versión acústica, ralentizada y casi desnuda de Viviendo deprisa, la demostración fehaciente de que aquel chavalín guapito de 1991 iba a ser mucho más que un fugaz ídolo de adolescentes.

No podemos estar de acuerdo en todo con Alejandro Sanz, que en el Wanda llegó a decir: “Mañana, si se acaba el mundo, no importa porque hoy estuvimos aquí”. No, hombre; tampoco es eso. Al eterno seductor a veces se le sube en exceso la autoestima y, subsidiariamente, los tics grandilocuentes y autoritarios. Pero los 115 minutos del concierto de anoche refrendan que sigue teniendo muchos motivos para sentirse orgulloso de sí mismo.


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