El actual debate colonial en el arte ya lo abrió Diego Rivera
La galería Arte 92 presenta una exposición de obras dispersas en el tiempo que unen la época del virreinato con la contemporaneidad a través de la obra del muralista
Si se juntaran todas las obras de Diego Rivera, sus enormes murales dispersos por Norteamérica y también sus pinturas y dibujos realizados en su primera época en Europa, las escenas que imaginó al óleo, en acuarela o en mosaico para contar a sus paisanos la historia de su tierra ocuparían miles de metros cuadrados, un descomunal tapiz de gestas, batallas y acontecimientos en los que los pueblos indígenas americanos llevan la voz cantante. Él, que fue y sigue siendo un símbolo del México contemporáneo, llenó sus colosales y...
Si se juntaran todas las obras de Diego Rivera, sus enormes murales dispersos por Norteamérica y también sus pinturas y dibujos realizados en su primera época en Europa, las escenas que imaginó al óleo, en acuarela o en mosaico para contar a sus paisanos la historia de su tierra ocuparían miles de metros cuadrados, un descomunal tapiz de gestas, batallas y acontecimientos en los que los pueblos indígenas americanos llevan la voz cantante. Él, que fue y sigue siendo un símbolo del México contemporáneo, llenó sus colosales y exuberantes creaciones de alegorías para que los muchos que no sabían leer pudieran descifrarlas y formarse una visión crítica con respecto al pasado colonial. Sus murales, poblados hasta el horror vacui de edificios, plantas, animales y personajes con sus rostros infinitamente diversos, proyectan a su vez, como en un juego de espejos, el reflejo de las muchas caras que construyeron a la persona y el personaje.
“Estaba el Diego patriota, el comunista, el artista, el humano. Y todos ellos luchaban por ver quién ganaba”, relata Diego María Alvarado Rivera, bisnieto del muralista y comisario independiente de su obra. También está el Rivera gozne, la figura que sirve de bisagra para atravesar la historia de México desde la época colonial hasta la actualidad, un ejercicio que propone la galería Arte 92 con su exposición Tlalpan Temoc in Xochitl (A la tierra bajaron las flores). Comisariada por Celia Marcos y Alberto Puig, la muestra, que toma su título de un poema en náhuatl, despliega hasta el 6 de marzo una selección de obras del “viejo” México junto a otras modernas: desde documentos de la época de Porfirio Díaz y pinturas de la Virgen de Guadalupe a piezas de Leonora Carrington (mexicana de adopción) y Beatriz Zamora, así como del propio Rivera, representado en Madrid por su descendiente. Del pintor de Guanajuato (1886-1957) se exhiben dos bocetos de las grisallas que completan sus frescos del Palacio de Hernán Cortés en Cuernavaca, con sendas escenas características de su obra, una sobre la muerte de un líder indígena sublevado y otra en torno a la evangelización de los indios.
Encumbrado —como le define su pariente— a la categoría de “rockstar”, Diego Rivera fue parte integrante de la santísima trinidad de los muralistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX junto a José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Firmemente escorado en lo político, con una clara vertiente social que intentó abanderar a pesar de las incoherencias que le persiguieron, el pintor contribuyó a sentar sobre los muros de antiguos palacios y estadios olímpicos las bases de la identidad visual del México contemporáneo a partir de los vestigios de su pasado. Y esa herencia, como corrobora su bisnieto, aún permanece intacta. “Él hace que el mexicanismo crezca como en un efecto bola de nieve”, explica el comisario, que desciende del matrimonio del pintor con Guadalupe Marín, y que heredó por vía familiar la gestión de una parte del legado del pintor en el que lleva sumergido desde la infancia. “Él quiso hacer grande al país y dar a conocer la diversidad mexicana, no solo a través de las personas sino también de la naturaleza que incluye en sus murales. Así, a pesar de ser un país con pocas capacidades lectoras, en México conocemos nuestro pasado”.
A diferencia del que se ha divulgado a este lado del mundo —y de la historia— el relato que el pintor contribuyó a escribir con imágenes incluye capítulos destacados sobre la crueldad, la violencia y la ambición desmesuradas que los conquistadores demostraron en su incursión en el mal llamado Nuevo Mundo. En ese sentido, como subraya su bisnieto, Rivera quizás resulte el menos explícito de los tres grandes muralistas, el que menos se regodeó en la crudeza y la brutalidad más viscerales. “Veo los murales de Orozco y me da algo”, ilustra con gracia el curador, de 32 años (”y 27 de experiencia”, ironiza), alto y con el pelo recogido en una coleta. “Diego Rivera fue más light, menos sangriento. También usó colores más cálidos”.
Con todo, y aunque él mismo fue acusado de connivencia con el poder, su labor como intérprete de la herida abierta por el colonialismo es una de las caras más reconocibles del artista y la persona Rivera. Unas cuantas décadas después, la actual oleada de revisionismo histórico, que está trasladando el punto de vista a la perspectiva de las minorías y los perdedores, parece darle la razón. Museos insignia como el Prado —que ha organizado en 2021 su primera exposición de arte creado en América a lo largo de los tres siglos de virreinato, Tornaviaje— abordan finalmente, aunque con tibieza, el debate sobre la deuda pendiente de España con sus colonias, que hasta ahora había permanecido, en el mejor de los casos, agazapado en un segundo plano. “Ahora ya tenemos información y por tanto criterio, de modo que no tenemos que estar en guerra constante. Creo que eso es lo que quería Diego”, considera Alvarado Rivera, quien, del mismo modo, juzga que gestos como la petición de disculpas que el presidente López Obrador exigió al rey Felipe VI en 2019 resultan innecesarios. “Se me hace una tontería”, zanja. “Hay que hacer puentes”.
Por encima incluso del Diego Rivera políticamente comprometido, el que se convirtió en leyenda en su tiempo, seguramente la faceta más conocida de Diego Rivera en la actualidad sea la de marido de Frida Kahlo. La relación intermitente y tumultuosa que mantuvieron y los desiguales reconocimientos que se les concedieron en vida por sus logros artísticos (ahora ella le aventaja, precisamente con un autorretrato en el que también aparece él, como la latinoamericana más cotizada) se encuentran también en el ojo del huracán de la historia donde, en su lucha por resarcir un agravio centenario, el feminismo juega ahora un papel destacado. “Frida nunca fue una mujer abnegada, pero hoy es más símbolo de lo que ella creyó que podía ser”, señala Alvarado Rivera. “Se convirtió en un icono”.
Con sus dibujos colocados frente a la mayor estatua de Hernán Cortés del siglo XVII que se conoce, una figura casi a tamaño natural, y rodeado de pinturas y esculturas que apuntan en las dos direcciones de las flechas del tiempo, Diego Rivera queda así, en medio de la exposición organizada por Arte 92, retratado como un hombre y una figura plagada de contradicciones: el activista que fue expulsado del partido comunista por colaborar con el gobierno, el provocador que colocó a Lenin en un mural contratado por Rockefeller, el marido que no supo amar a una sola mujer, el trabajador incansable que le pintaba un par de dibujos a Lupe Marín cada mañana para ganarse el desayuno, el tipo carismático y afable e incluso, como lo recordaba su nieta, la madre del comisario, “el gordito buena onda” al que le encantaba recibir abrazos. También como el creador que rompió moldes y enlazó el fervor católico de México con el misticismo surrealista de Leonora Carrington, el pintor que puso a dialogar los colores de las pinturas precolombinas con los murales del México moderno y el artista que moldeó las señas de identidad de su país y las convirtió en armas de educación masiva. No son incongruencias, más bien maneras de poeta. “Él sabía que era varias personas”, asegura su bisnieto. “Era alguien a quien le gustaba hacernos pensar”.
Exposición 'Tlalpan temoc in xochitl'
Hasta el 6 de marzo en la galería Arte 92.
Calle Blanca de Navarra, 8. Madrid.
Horario: de lunes a viernes, de 11.00 a 19.00. Sábado, de 11.00 a 14.00. Domingo, cerrado.