Muere Carmen Laffón: la emoción de los paisajes
La artista sevillana mostró una pasión incansable por el trabajo que impregnó su imaginación y sus obras, paisajes de Sanlúcar, de su Guadalquivir, que le pertenecían
“La luz se derrama sobre este paisaje de tierra, mar, arena, río, marismas, de espacios infinitos al que me asomo una y mil veces intentando trasladar al lienzo la emoción y la intensidad de su contenido”, escribía Carmen Laffón en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando el año 2000 —Visión de un paisaje—, al cual le contestaba Gustavo Torner. La artista sevillana ha fallecido la madrugada del domingo en su casa de Sanlúcar de Barrameda en...
“La luz se derrama sobre este paisaje de tierra, mar, arena, río, marismas, de espacios infinitos al que me asomo una y mil veces intentando trasladar al lienzo la emoción y la intensidad de su contenido”, escribía Carmen Laffón en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando el año 2000 —Visión de un paisaje—, al cual le contestaba Gustavo Torner. La artista sevillana ha fallecido la madrugada del domingo en su casa de Sanlúcar de Barrameda en Cádiz.
A veces, en los momentos previos a la sesión, oía citar ese bellísimo discurso a otro de sus queridos amigos en la Academia, Francisco Calvo Serraller, cuando Carmen, delicada y tímida como era, argumentaba que no se le daba bien escribir, que la excusáramos de participar en alguna cosa, aduciendo su poca maña con las palabras. Al final, acababa accediendo: su generosidad y amistad leal ganaban la batalla. Y escribía, además, palabras luminosas como sus pinturas, textos que eran un poco paisajes de Sanlúcar, de su Guadalquivir.
El Guadalquivir es el río de la ciudad donde nace Laffón en el seno de una familia liberal. Sus padres se han conocido en la Residencia de Estudiantes y deciden que la niña no irá a la escuela: será educada en casa. Esa opción, poco frecuente en 1934, le brinda la oportunidad de empezar muy pronto a pintar con Manuel González Santos, amigo de la familia, por cuya indicación ingresa en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla con 15 años. Poco después se traslada a Madrid, donde finaliza sus estudios y regresa de su viaje de fin de estudios a París impresionada por Marc Chagall. Después de París, llegará la beca en Roma y, al volver a la casa familiar de verano en Sanlúcar de Barrameda, los ojos de Laffón correrán tras esos paisajes que le han pertenecido, nostalgia que habla, como el estudio que reconstruye tras la venta de la casa familiar, de los paisajes eternos que hipnotizan sus cuadros. Le hablan de un transcurso sostenido que busca el ojo —la cal, las espuertas de la vendimia—, la materialidad que reiteran sus bajorrelieves y que se conjugan con la sutileza que Laffón regala y dosifica como pocos.
Luego las cosas ocurrirán deprisa. Conocerá a Juana Mordó y despegará su carrera, primero en Biosca y luego en la propia galería de Mordó. En ella convive con algunos de los nombres más reconocidos de ese momento —Millares, Saura, Lucio Muñoz, Sempere, Palazuelo, Gustavo Torner, Antonio López…—. De cualquier manera, es en Sevilla donde ejerce una de las tareas más importantes para Laffón: junto a Teresa Duclós y Pepe Soto crea en 1967 la Escuela El Taller y en 1975 se incorpora a la Cátedra de Dibujo al Natural de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla. Por eso no parece exagerado decir que la Sevilla artística hubiera sido muy diferente sin la presencia discreta, generosa y tenaz de Carmen Laffón.
Y cada vez los paisajes de fondo, para poder volverlos a sentir cuando se aleja un rato de los lugares cercanos. Pinta —y esculpe— aquello que ama para detenerlo en el tiempo, y, por lo tanto, en la retina, familiaridades que comparte con nuestros ojos en una ceremonia de generosidad. Aunque es más que evocación y belleza: es la metáfora de las cosas que nunca son tan reales como se sueñan.
De hecho, sus numerosas distinciones (Premio Nacional de Artes Plásticas o la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes, entre otras), muestras en los principales museos (las muy recientes de Sevilla con las obras de grandes formatos en Cajasol, Bellas Artes y el CAAC o las del Botánico y la galería Leandro Navarro en Madrid); el catálogo razonado, de la mano de Juan Bosco Díaz-Urmeneta —también fallecido este año—, donde se reúnen más de 1.300 piezas, hablan también de esa Carmen Laffón, trabajadora infatigable, para quien pintar era tan necesario como el aire. Así, cuando su salud se quebró un breve instante y le resultaba complicado pintar de pie, se dedicó, hasta que le fue posible volver a los grandes lienzos, a unas preciosas esculturas de las salinas, pequeñas en tamaño, frágiles y poderosas, que nos fascinaron a todos.
Esa pasión por el trabajo incansable impregnó la imaginación de Carmen y me gustaría poseer el talento de Rilke, cuando en las Cartas sobre Cézanne describe la pasión por el trabajo del pintor como una parte esencial de su pintura. Al fin y al cabo, en ambos la mirada invocaba en sí misma la necesidad de la pintura. “Soñar, porque cuando termina el río y comienza el mar abierto, la imaginación vuela o, mejor dicho, navega a países desconocidos de leyendas y aventuras, de esperanzas e incertidumbres suscitando en mí cuando lo contemplo sentimientos y pensamiento más allá del tiempo”. Escribió en el citado discurso de ingreso en San Fernando. Allí, en esos paisajes, vivirá para siempre la mirada de Carmen.