Festival de Música Antigua de Utrecht

El festival retórico o la retórica de un festival

Utrecht continúa ofreciendo su aluvión de conciertos acostumbrado, entre los que se suceden las grandes alegrías y las pequeñas decepciones

Gesto de complicidad entre el clavecinista Johannes Keller y la violinista Eva Saladin durante su concierto dedicado a las improvisaciones a partir de originales tanto vocales como instrumentales en el Festival de Música Antigua de Utrecht.Marieke Wijntjes

¿Para qué sirve un festival? Ciertamente no para ofrecer la misma dieta que ya se encuentra en las salas de concierto durante el resto del año. Tampoco para que las agencias acomoden en ellos soberana e indiscriminadamente a todos sus artistas que están de gira. Menos aún para que una programación generosa y comprimida en el tiempo se convierta simplemente en un cajón de sastre, un revoltijo de conciertos sin argamasa que los una y fruto únicamente del aluvión, no de la selección o de la reflexión. Un festival debería complementar la oferta del resto del año, experimentar con nombres nuevos, a...

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¿Para qué sirve un festival? Ciertamente no para ofrecer la misma dieta que ya se encuentra en las salas de concierto durante el resto del año. Tampoco para que las agencias acomoden en ellos soberana e indiscriminadamente a todos sus artistas que están de gira. Menos aún para que una programación generosa y comprimida en el tiempo se convierta simplemente en un cajón de sastre, un revoltijo de conciertos sin argamasa que los una y fruto únicamente del aluvión, no de la selección o de la reflexión. Un festival debería complementar la oferta del resto del año, experimentar con nombres nuevos, apostar por repertorios apenas frecuentados, convertirse en termómetro de incipientes tendencias interpretativas que luchan aún por abrirse camino, correr riesgos y, sobre todo, ofrecer un todo congruente, rico en referencias cruzadas, en el que la diversidad vaya de la mano de la unidad gracias a un equilibrio entre lo que desean o están dispuestos a ofrecer los intérpretes y lo que les gustaría mostrar a los programadores.

En Utrecht se ha apostado siempre por estas últimas vías, en parte porque el movimiento interpretativo historicista se caracteriza ya en sí mismo por un afán de conquistar nuevos territorios y por un saludable inconformismo. Tiene, además, muchísimas más décadas que explorar y el tan manido siglo XIX, que suele marcar su límite temporal, sólo lo toca ocasionalmente, aunque cuando se llega hasta él, como ha sucedido aquí en Utrecht en un par de ocasiones durante este inicio de semana, la incursión merece muchísimo la pena. El barítono Dietrich Henschel y el pianista Piet Kuijken (perteneciente a la familia real musical belga por antonomasia) ofrecieron el lunes una Liedermorgen, en vez de la tradicional Liederabend, a las once de la mañana en el Hertz del TivoliVredenburg. No es una hora muy del gusto de los cantantes y es comprensible que Henschel tardara un poco en calentar la voz, sobre todo para llegar a las notas altas, pero luego hizo maravillas con el extraordinario programa que había confeccionado, con varios de los grandes Lieder de Schubert con textos relacionados con la antigua Grecia (firmados por Goethe y Mayrhofer y rebosantes de la retórica que articula este año gran parte de los conciertos del festival), una pequeña muestra de los de Beethoven y su pionero ciclo A la amada lejana, todo ello coronado por las tres infrecuentes canciones del primero sobre poemas de Metastasio, que dan una idea del gran operista cómico que podría haber sido Schubert.

Henschel alteró la lógica prevista del programa impreso e introdujo un trastrueque genial. Sacó del bloque de canciones de Schubert a Grenzen der Menschheit (Límites de la humanidad), en la que poeta y compositor nos precaven de imitar a los dioses y nos recuerdan los límites que, como seres humanos, no podemos –ni debemos– traspasar, y la situó, en cambio, al comienzo mismo del programa, antes de que la canción An die Hoffnung de Beethoven se abra con un verso (”Ob ein Gott sey?”) que se pregunta por la posible existencia de un dios. El primero es un poema mayúsculo de Goethe, el segundo uno menor de Tiedge: pero la conexión tiene una potencia filosófica, y retórica, extraordinaria, acentuada por el choque brutal entre el Si bemol menor del primero y el Do mayor inicial (lejos del Mi mayor posterior) del segundo.

La interpretación más emocionante llegaría poco después con Freiwilliges Versinken (Olvido voluntario), una canción desgraciadamente poco frecuentada, centrada en el dios griego del sol, de la que Henschel hizo una verdadera recreación de principio a final, desde que Helios se apela a sí mismo hasta que deposita simbólicamente su corona sobre las montañas, lo que les infundirá “a lo lejos fuerza y coraje”. La presencia de un piano de época cambia por completo la sonoridad y el equilibrio entre cantante e instrumento, muy bien tocado por Kuijken, se funda en bases diferentes. Esa misma noche del lunes, doce horas después, volvieron a comprobarse las bondades y las sonoridades mucho más cálidas y ricas de este piano protorromántico (construido por Conrad Graf en 1836) en un monográfico dedicado a las Canciones sin palabras de Mendelssohn por Olga Pashchenko. La rusa es fija año tras año del festival, donde le han confiado las tareas más diversas, con música de un amplio arco temporal y tocada en distintos instrumentos, y siempre sale airosa de cada nueva empresa. Su Mendelssohn fue leve, enérgico, virtuoso, espontáneamente melódico y, en momentos contados, trágico, como en la Trauermarsch op. 62 núm. 3, que marcó quizás el clímax emocional y retórico de su recital.

Despliegue de medios vocales e instrumentales por parte de Skip Sempé (en el centro, al virginal) para su reconstrucción de los seis intermedios de 'La Pellegrina', interpretados originalmente en Florencia en 1589.Foppe Schut

En el principal concierto de ese día pudieron escucharse completos los seis intermedios de la comedia La Pellegrina, la obra encargada por Ferdinando de Medici para celebrar su boda con Cristina de Lorena en 1589, donde ya bullen con fuerza las aguas que desembocarían muy poco después en el nacimiento de la ópera. El conde Giovanni Bardi estuvo detrás de aquella interpretación histórica, de la que nos han llegado un número asombroso de detalles, reconstruidos ahora por un gran valedor de esta música como Skip Sempé. Nada le procura un mayor placer al más europeo de los estadounidenses que ejercer de maestro de ceremonias de lo que él mismo llama una “orquesta renacentista”. Cinco flautas dulces, dos cornetas, tres trombones, una chirimía, siete violas da gamba, dos virginales y un clave se unieron a dos coros (Voces Suaves y la Cappella Amsterdam) para remedar, quizá generosamente, la magnificencia sonora de aquellas celebraciones florentinas.

La estrella de la velada, sin embargo, fue la soprano húngara Zsuzsi Tóth, que dio una lección de recitar cantando, de sprezzatura y de virtuosismo vocal en sus cuatro intervenciones, todas ellas de la máxima exigencia técnica: Dalle più alte sfere, donde encarna a la Armonía que desciende sobre la tierra, de ahí quizá sus notas estratosféricas; Io che dal ciel cader, de Giulio Caccini, uno de los padres de la ópera; Io che l’onde raffreno, del genial madrigalista Luca Marenzio; y Godi turba mortal, de Emilio de’ Cavalieri. Lo que suele ser, por su extrema dificultad, lo menos digerible de una recreación moderna de aquellos intermedios, se convirtió gracias a Tóth en su máximo atractivo. Destacaron también los pasajes puramente instrumentales, gracias a la sonoridad única del conjunto de violas, encabezado por Josh Cheatham, y las intervenciones de las tres cantantes de Voces Suaves, con Christina Boner a la cabeza. Faltó claro, el fastuoso despliegue escenográfico y coreográfico de 1589, también documentado, pero escuchar tan solo la música ya es un gran regalo. Sempé no es el más ameno ni flexible de los concertadores, porque tiende a la rigidez y a la ausencia de fantasía (como en el doble eco de Dunque fra torbid’onde, de Jacopo Peri), pero con tantos instrumentistas y cantantes de primera bajo su mando era casi imposible errar el tiro.

Imaginación a raudales hubo, sin embargo, en la segunda actuación, el pasado martes por la mañana, de la violinista neerlandesa Eva Saladin como artista residente de la presente edición del festival. Si en la primera, como solista o cosolista de tres conciertos de Bach, había dejado impresiones contradictorias, aquí volvió a afirmarse como una instrumentista con un enorme potencial, sobre todo para hacer cosas que parecen quedar fuera del alcance de la mayoría de sus colegas. En línea con la indagación en los componentes retóricos de la música en los que se profundiza este año en Utrecht, Saladin ofreció un recital en el que tocó muy bien pero, sobre todo, improvisó admirablemente. Tanto ella como su compañero, el clavecinista Johannes Keller, salieron a tocar en el Hertz del TivoliVredenburg en ropa de calle, como queriendo eliminar la apariencia o las formalidades de un concierto y acercarlo más a un experimento que se muestra en privado a un grupo de amigos.

La violinista Eva Saladin y su peculiar manera de sostener el violín durante su concierto del pasado martes.Marieke Wijntjes

Las improvisaciones no fueron los habituales ornamentos que se introducen al repetir una misma música, o incluso al tocarla por primera vez, sino improvisaciones largas, mantenidas, entendidas como auténticos actos de creación. Para ello hace falta ponerse, claro, en la piel estilística de los compositores utilizados como punto de partida, en este caso una nómina ilustre de músicos renacentistas y barrocos de la que formaban parte William Byrd, Orlando de Lasus, John Dowland, Johann Schop y su compatriota musical más ilustre: Jan Pieterszoon Sweelinck. Con el mismo clavecinista con que se presentó en el festival hace dos años, el magnífico Johannes Keller, Saladin volvió a recurrir –como hizo entonces solo ocasionalmente– a apoyar el violín por debajo del hombro, manteniéndolo a su vez en una posición descendente, hasta situar la voluta casi a la altura de la cintura. El violín parece así suspendido en el aire, libre y ligero, como si ello invitara aún más a la libertad que debe gobernar las improvisaciones o variaciones, conocidas en su tiempo con los nombres más diversos: diferencias, glosas, passaggi, disminuciones o partite.

Sus propuestas no sonaron nunca a improvisaciones precocinadas y memorizadas, sino a invenciones o creaciones nacidas al calor del momento, como demostraron las caras de sorpresa y complicidad de ambos instrumentistas cada vez que surgía una ocurrencia especialmente novedosa. Todo el recital fue leve, pero el mayor grado de intimidad se logró quizás en la interpretación de la pavana Lachrymae de John Dowland, donde ella decidió tocar con sordina y Keller con el registro de laúd y la tapa cerrada de su instrumento. Y el nivel más alto de fantasía se alcanzó en las improvisaciones sobre Onder een linde groen, tras tocar el original de Sweelinck, y en las imaginadas sobre el bajo del Ballo del Granduca, iniciadas asimismo por las compuestas por el propio compositor neerlandés y seguidas de otras nacidas sobre la marcha. Una buena improvisación debería tener la retórica y las partes de un buen discurso, y Saladin supo reforzar esta dinámica cambiante con su propio lenguaje corporal: agachándose, irguiéndose, mirando el suelo o elevando la mirada. Todo significa algo y todo tiene consecuencias expresivas.

Vox Luminis, repartido en tres grupos diferentes, durante su interpretación de dos Pasiones alemanas en la Catedral de Utrecht el pasado martes.Anna van Kooij

No había lugar para la improvisación en el que ha sido hasta ahora el mejor concierto del festival. Vox Luminis rayó al mismo nivel que en su interpretación de las Exequias musicales de Schütz del pasado sábado, pero el martes, en la catedral, contábamos con el aliciente añadido de escuchar dos obras rarísimamente programadas y que el propio grupo belga interpretaba por primera vez. Se trataba de dos pasiones luteranas de Joachim a Burck y Thomas Selle, esta última tan solo siete años posterior a la citada obra de Schütz, pero aún casi un siglo anterior a las Pasiones de Bach. La primera, de un antecesor de este como cantor y organista en Mühlhausen, es un pequeño prodigio, en su mayor parte homofónico, en el que el relato evangélico de la Pasión (nominalmente de San Juan, aunque hay elementos tomados de los otros tres) nos llega con una asombrosa nitidez a pesar de la escritura casi constante a cuatro voces.

El director del grupo, Lionel Meunier, que domina como pocos la retórica y las posibilidades acústicas de los espacios en que Vox Luminis ofrece sus conciertos, decidió valerse de tres grupos de cuatro cantantes separados en el altar en la Pasión de Buck, mientras que optó por una configuración muy diferente en la de Selle: instrumentistas en el altar, flanqueados por delante por los solistas, y dos grupos –más amplio uno y más reducido otro– con sendos órganos cada uno, y violín y tiorba, situados junto a las naves laterales. Aquí pudo explotarse la escritura pr momentos antifonal de Selle, mientras que en la más madrigalesca Pasión Alemana de Burck la clave estribó en cuándo reforzar al cuarteto principal con uno o los dos grupos adicionales. Esto fue, por ejemplo, lo que permitió que la invocación a Barrabás por parte de la turba se revistiera de una gran potencia expresiva adicional. El texto evangélico desnudo y los frecuentes pasajes homofónicos encontraron en Vox Luminis a los narradores y cantantes ideales. Se entendió cada palabra, cada sílaba, como si las pronunciara una sola persona, independientemente de que lo hicieran en realidad cuatro, ocho o doce voces. Quien piense que esta es música sencilla de interpretar se equivoca palmariamente, porque su desnudez deja en evidencia cualquier desajuste, pero Vox Luminis funcionó como una máquina de sincronización perfecta. Se trata de música litúrgica no busca impresionar a los fieles con sus melismas vocales, sus solos instrumentales o sus hallazgos armónicos. Persigue aleccionarlos, hacerles reflexionar sobre el relato de la Pasión de Cristo y por eso su desnudez formal es inversamente proporcional a su potencia expresiva.

Uno de los tres cuartetos vocales (integrado por Matthew Baker, Pieter de Moor, Jan Kullmann y Victoria Cassano) con que Vox Luminis interpretó 'Die deutsche Passion' de Joachim a Burck, situados en la parte más alta del altar de la catedral de Utrecht.Anna van Kooij

La “Pasión con intermedios” de Thomas Selle es mucho más ambiciosa, pero comparte con su predecesora la tendencia a la escritura homofónica y la primacía textual. Aquí hay generosa presencia de instrumentos (violines, violas da gamba, cornetas, flautas dulces, trombón, fagot, bandoras, órganos), además de solistas vocales para los principales protagonistas, encabezados por el sobrio Evangelista de Philippe Froeliger y el no menos adusto Jesús de Sebastian Myrus. A los tres se les vio marcar el tempo cuando no cantaba Lionel Meunier, la mente rectora detrás de las interpretaciones aparentemente no dirigidas de Vox Luminis. Aquí, como ya había sucedido en la Pasión anterior, tuvieron una especial relevancia los silencios, otro elemento retórico trascendental. Aunque las fuerzas duplicaban con creces las de la Pasión Alemana de Burck, el clima de austeridad, sobriedad, intensidad y recogimiento se mantuvo intacto, casi como si estuviéramos asistiendo a un servicio religioso, puro y limpio, de los primeros cristianos. Es increíble que, en su primera aproximación pública a estas obras, Vox Luminis haya podido alcanzar unos resultados tan extraordinarios al dar vida sonora –hay que insistir en ello– a estas dos rarezas tan extremadamente complejas de interpretar, erizadas de dificultades apenas visibles, pero reales. El día en que Vox Luminis no ofrezca un concierto enteramente excepcional habrá algo nuevo que contar sobre ellos. El jueves está previsto que afronten otra gran cita, la tercera ya de esta semana, con nada menos que la Rapresentatione di anima e di corpo de Emilio de’ Cavalieri.

Jérémie Papasergio y Denis Raisin Dadre, de espaldas, con su gesto característico de elevar sus instrumentos al final de sus conciertos, mientras Doulce Mémoire recibe los aplausos del público que llenaba la catedral de Utrecht el pasado martes.Marieke Wijntjes

Esa misma tarde, y también en la catedral, Doulce Mémoire recuperó uno de sus grandes proyectos de principios de siglo: la música que sonó en las exequias de Enrique IV en 1610, con la Missa pro defunctis de Eustache de Caurroy como eje vertebrador. El grupo francés es una prolongación de la personalidad de su director, Denis Raisin Dadre, un virtuoso de los instrumentos de viento renacentistas, una mente inquieta e inquisitiva y un excelente concertador. Con cinco voces muy bien elegidas, secundadas por una rica plantilla instrumental (corneta, bombarda, bajón, flauta, trombón y percusión), se puso también el énfasis en el aspecto retórico de la ceremonia, con varias intervenciones de Philippe Vallepin como narrador de los pormenores de la ceremonia histórica o como el obispo que pronunció el sermón fúnebre en la iglesia de Notre-Dame de París, este último acompañado de un aparatoso despliegue de retórica gestual y una pronunciación del francés renacentista no siempre congruente en sus elecciones fonéticas (”Roy”, por ejemplo, sonó pronunciado indistintamente a la moderna y a la antigua, por así decirlo).

La capilla instrumental llegó procesionando hasta el altar mientras tocaba la Pavana pour Henry le Grand de Caurroy. Dos salmos de Claude Goudimel y una fantasía y otra pavana de Caurroy (tocada también de memoria) antecedieron a la misa propiamente dicha, en la que la excelente interpretación vocal no logró mejorar la calidad de una música compuesta con oficio pero sin demasiada inspiración. El mejor momento llegó probablemente cuando, ya cerca del final, Raisin Dadre se apartó de la misma senda por la que había transitado hasta entonces y confió Lux aeterna a soprano y contratenor, con una interpretación instrumental del resto de las voces. Muy apropiadamente, el concierto se cerró con una fanfarria para la proclamación del nuevo rey, Luis XIII: “Le roy est mort. Vive le roy!”.

El final de la historia sacra 'Caecilia, virgo et martyr', de Marc-Antoine Charpentier con el Ensemble Correspondances, interpretada el miércoles en el Stadsschouwburg de Utrecht.Foppe Schut

El otro artista residente del festival, en este caso colectivo, el Ensemble Correspondances, cerró su participación con la mejor de sus tres intervenciones. Tras Buxtehude y Carissimi y sus discípulos, le llegó el turno a un compatriota, Marc-Antoine Charpentier, con lo que Sébastien Daucé y los suyos pisaban ya terreno familiar y en el que han demostrado siempre moverse con mayor desenvoltura y propiedad estilística. En el programa, tres de las Histoires sacrées del compositor francés, protagonizadas todas ellas por mujeres: Judit, Magdalena y Cecilia. Precedidas de un breve motete (O sacramentum), con un breve himno intercalado (In odorem unguentorum) y una antífona a tres voces como corolario (Sub tuum praesidium), el espectáculo ofrecido la tarde del jueves en el Stadsschouwburg de Utrecht contaba con una puesta en escena de Vincent Huguet que, con una sencilla escenografía única formada por tres pequeños promontorios que podían unirse o separarse, y un solitario árbol encima de uno de ellos, sirvió para conferir mayor unidad a un espectáculo muy bien trabado y concebido, en el que las seis obras se ofrecen sin interrupciones durante algo más de hora y media.

Con un austero vestuario de Clémence Pernoud y una tenue iluminación en todo momento, asistimos a la decapitación de Holofernes a manos de Judit, a los recuerdos de su amado de una Magdalena ya adulta y a la muerte de Cecilia ordenada por Almaquio como un tríptico perfectamente congruente en el que volvieron a destacar las mismas cantantes que en los conciertos anteriores: Caroline Weynants (Judit), Perrine Devillers (su criada) y Lucile Richardot (Magdalena), ahora con la incorporación de Judith Fa como Cecilia y de Caroline Arnaud como narradora en Magdalena lugens. Los movimientos se reducen al mínimo y el mayor hallazgo escénico es, sin duda, el que convierte al cadáver de Holofernes, que había permanecido oculto tras uno de los promontorios, en el cuerpo yacente de Cristo, a quien vuelve a recordar y a sostener en sus brazos Magdalena, quizás ya al final de su vida. El mejor momento musical fue, en cambio, el coro inmediatamente posterior a la muerte de Cecilia, con todos los cantantes sentados en una escalera que había quedado oculta tras otro promontorio. Aunque no le anduvo muy a la zaga la antífona final, cantada a capela por tres sopranos.

El miércoles se cerró con un concierto memorable de Dulces Exuviae (un nombre tomado de un motete sobre texto de Virgilio atribuido a Josquin), el dúo formado por el barítono Romain Bockler y el laudista Bor Zuljan. Haciendo honor a su nombre, en el año en que se conmemoran los 500 años de la muerte de Josquin des Prez, fue el centro de un programa en el que Bockler se encargó de cantar la superius o discantus de una serie de motetes o chansons, al tiempo que improvisaba ornamentos, profusa pero discretamente, sobre la línea melódica original con una asombrosa flexibilidad. Se necesita una gran contención para cantar en todo momento como lo hizo el francés, casi a media voz, reduciendo incluso progresivamente la dinámica, como hizo en las sucesivas estrofas de Quant de vous seul, de Johannes Ockeghem, que marcó el momento más alto de la noche junto a la pieza ofrecida fuera de programa, la déploration compuesta tras su muerte por el propio Josquin, Nymphes des bois, cerrando así definitivamente el círculo de un concierto que se había iniciado con Nymphes napées, otra chanson de Josquin. Laúd y voz lograron el milagro de que no se añorara en absoluto la polifonía vocal original, convirtiendo al filo de la medianoche el gran espacio de la Pieterskerk en un íntimo reducto renacentista.

Las sopranos Ciara Hendrik (izquierda) y Philippa Hyde (derecha), Venus y Adonis en la ópera homónima de Pepusch interpretada por The Harmonious Society of Tickle-Fiddle Gentlemen.Foppe Schut

En el extremo opuesto se había situado esa misma mañana el Duo Serenissima, que confundió la delicadeza y la sensibilidad con la cursilería. El artificio es también algo distinto de la retórica y ni la soprano Elisabeth Hetherington (que tiene medios y técnica para cantar mucho mejor) ni el laudista David Mackor, muy pobre técnicamente, lograron transmitir una milésima parte de las emociones derrochadas por Dulces Exuviae. También hubo problemas técnicos entre los instrumentistas de The Harmonious Society of Tickle-Fiddle Gentlemen que tocaron el lunes la interesantísima ópera Venus and Adonis de Pepusch, salvada en gran medida por las buenas intervenciones de sus tres cantantes. El concierto de madrigales de Marini y Monteverdi del martes por la noche en la Pieterskerk adoleció de otro tipo de problemas: demasiado entusiasmo por parte de los cantantes, que se excedieron casi siempre en decibelios, e intervenciones muy poco convincentes por parte de la viola da gamba. Es una pena que la mejor voz, la del director del grupo Rossoporpora, el bajo Walter Testolin, cantara tan solo en dos momentos aislados (Se ‘l vostro cor, Madonna y la última parte de Gira il nemico insidioso amore). Hubo incluso un leve planteamiento escénico, que no molestó en absoluto, pero esta música de filigrana es ajena a tanto desafuero vocal. A pesar de estos ocasionales deslices, el comienzo de semana ha sido, en conjunto, enormemente satisfactorio en Utrecht, con subidas, remansos, cimas y bajadas, casi como si el propio festival y su desarrollo fueran un artefacto retórico más.

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