Felicidá, da, da, con acento en la a

La carrera de Raffaella Carrà, fallecida a los 78 años, está indisolublemente unida a la evolución de la televisión en España

Raffaella Carrà, en un espectáculo en 1979. En vídeo, Raffaella Carrà en siete cancionesVídeo: IPA/SIPA USA / CORDON PRESS / EPV

Según la jerga de aquella época, Raffaella rompió la pana cuando llegó a España en 1975, pero lo que rompió de verdad fueron las válvulas de los televisores, muchos de los cuales dejaron de ser en blanco y negro para explotar en color y brillos. Valerio Lazarov la metió como una interferencia atronadora en un VHF almidonado de copla, chicas yeyé y muchachas lánguidas y estáticas que presumían ...

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Según la jerga de aquella época, Raffaella rompió la pana cuando llegó a España en 1975, pero lo que rompió de verdad fueron las válvulas de los televisores, muchos de los cuales dejaron de ser en blanco y negro para explotar en color y brillos. Valerio Lazarov la metió como una interferencia atronadora en un VHF almidonado de copla, chicas yeyé y muchachas lánguidas y estáticas que presumían de rebeldía porque el mundo las hizo así. Frente a la resignación y el destino aceptado, los descoyuntes y espasmos bailongos de Carrà eran pura autodeterminación. Ahí venía una italiana a enseñarles a los españoles un arte que habían olvidado: el de hacer lo que a cada cual le viniese en gana. Sin moralinas, sin justificaciones, sin doctrina. Raffaella votaba comunista, como era preceptivo en alguien de su condición en esa época, pero no se le notaba porque no sabía sermonear.

Venía precedida de una caravana publicitaria más chillona que la del Giro de Italia, eso que ahora llamamos hype. El Vaticano había censurado su ombligo, regalándole la mejor campaña de promoción que pueda soñar una cantante, y Lazarov, que de ombligos y óptica sabía un rato, aprovechó la ola para propiciar el idilio entre Raffaella y España. Como flecha de Cupido utilizó uno de sus especiales musicales de TVE, La hora de Raffaella Carrà, emitido en 1976. En la primera canción ―salida de una caja y vestida de frac de fantasía con las piernas al aire envueltas en unas medias― prometió algo mejor que la felicidad: dijo que traía felicidá, da, da, con acento en la a. Se le podrán reprochar otras cosas, pero no que incumpliera esa promesa solemne hecha a unos españoles que por entonces andaban tristes y encabronados.

Pasó, sin embargo, casi 20 años sin volver a la tele española, y lo hizo cuando llegaron las privadas, en otro momento de euforia ingenua del país, la década de 1990. Pese a su lazarovismo, le fue mejor en la pública, con programas imposibles de concebir hoy, como aquel ¡Hola Raffaella!, que la redescubrió para las generaciones nacidas ya en democracia y que no traían vicios ni prejuicios en blanco y negro. Parecía que se había propuesto ser la animadora nacional, la única capaz de recordarle al país que la felicidá con acento en la a era la única aspiración que valía la pena, lo revolucionario, lo relevante, lo fetén, por encima de cualquier otra chorrada.


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