Oriol Llopis, el vaquero de Barcelona

El cronista, que falleció el pasado jueves a los 65 años, se coló en revistas atípicas donde brilló por su visceralidad: más que los análisis musicales o político-sociales, deseaba transmitir la experiencia

Imagen de la portada de 'La magnitud del desastre. Memorias de un rock critic poco fiable', libro de Oriol Llopis.

Primeros años setenta, siglo pasado. En la España del Franco crepuscular, el rock era un producto cultural tan apreciado como inaprensible. Apenas había conciertos estelares, los discos salían censurados, incluso costaba acceder a la información mínima. Un vacío que fueron llenando las emisoras de FM y la prensa musical, con un personal iluminado por entusiasmos hoy inimaginables. El personaje más vistoso de aquella generación fue ...

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Primeros años setenta, siglo pasado. En la España del Franco crepuscular, el rock era un producto cultural tan apreciado como inaprensible. Apenas había conciertos estelares, los discos salían censurados, incluso costaba acceder a la información mínima. Un vacío que fueron llenando las emisoras de FM y la prensa musical, con un personal iluminado por entusiasmos hoy inimaginables. El personaje más vistoso de aquella generación fue Oriol Llopis, quien el jueves se quitó la vida a los 65 años en Alicante.

Barcelonés de buena familia, nacido en 1955, en su camino se cruzó el rock and roll, como cantaba Lou Reed con The Velvet Underground. Oriol se coló en revistas atípicas —la contracultural Star, el semanario Disco Expres, el mensual Vibraciones— donde brilló por su visceralidad: más que los análisis musicales o político-sociales, lo que deseaba era transmitir la experiencia.

Muchos de sus golpes de timón obedecían a la voraz relación con los opiáceos, lo que requería acercarse (o alejarse) de sus proveedores

Ayudaba su carisma: como sus lejanos modelos, el parisiense Patrick Eudeline y el londinense Nick Kent, decidió adoptar el papel de rock star. Algo francamente utópico, habida cuenta de las estrecheces de la profesión y de los condicionantes del país. Pero daba el tipo: chico guapo, incluso protagonizó una sesión de fotos donde yacía desnudo en el regazo de Salvador Dalí.

Muchos de sus golpes de timón obedecían a la voraz relación con los opiáceos, lo que requería acercarse (o alejarse) de sus proveedores. Mantuvo así una profunda amistad con Burning, quizás la banda madrileña más tóxica de la época. Desapareció rumbo a Sudamérica, instalándose en Paraguay. Volvió para integrarse en la editorial que publicaba Rock Espezial y otras revistas, donde mantuvo sus vicios —lo contaría luego con pelos y señales— vaciando subrepticiamente la Redacción.

La única vez que se sintió pagado adecuadamente fue cuando entró como guionista en La edad de oro, con Paloma Chamorro. En realidad, poco había que guionizar en un programa que se guiaba por lo fashion; allí, su principal labor consistía en lidiar con los invitados foráneos. Incluso tuvo que llevar al truculento Johnny Thunders a una corrida de toros en Las Ventas, una experiencia desasosegante incluso para aquel killer neoyorquino.

Tras pasar por TVE, Oriol se evaporó entre rumores y leyendas. Fueron dos decenios de existencia discreta, con trabajos improbables fuera del periodismo, generalmente cerca del Mediterráneo. Hasta que fue recogido por una buena samaritana que le instaló en Andalucía. Simultáneamente, la revista Ruta 66 fue adquirida por algunos de los antiguos lectores, que veneraban los escritos de Oriol, tanto los de excusa musical como sus ocasionales relatos; se intentó que volviera a escribir.

Incluso tuvo que llevar al truculento Johnny Thunders a una corrida de toros en Las Ventas, una experiencia desasosegante incluso para aquel ‘killer’ neoyorquino

Esa concatenación de circunstancias permitió la aparición en 2012 de La magnitud del desastre (66 rpm), libro precavidamente subtitulado Memorias de un rock critic poco fiable. Una gloriosa montaña rusa de recuerdos y proclamas, todo marcado por unas preferencias musicales caprichosas: mejor Golden Earring que los Rolling Stones, Elliott Murphy por encima de Bob Dylan.

Viviendo en Tocina, en la sevillana vega del Guadalquivir, aprendió a querer a Silvio, Dogo y Los Mercenarios, Pájaro. Sin embargo, no rentabilizó su proximidad al rock auténtico. Rompió con Ruta 66 y se autoeditó en 2015 la antología Escritos poco fiables. En algún momento, dicen que volvió a las andadas. Mejor no indagar en esos abismos. Decidió acelerar su marcha, lo cual tiene lógica: defendió esa opción en su despedida a Claudi Montañá, compañero de Vibraciones.

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