Cuarentena en la España vacía. 1

La covid-19 en La Cañada: Cuarentena en la España vacía

Daniel Gascón, autor de 'Un hipster en la España vacía', inicia una serie de seis relatos sobre el confinamiento en La Cañada, donde Enrique Notivol ha ido a buscar la autenticidad y la comunión con la naturaleza

miguelangelortega/GETTY IMAGES

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Desencantado de la vida moderna y ansioso por encontrar la autenticidad y la comunión con la naturaleza, Enrique Notivol se refugia en La Cañada, el pueblo de su tía. Tiene grandes planes para la recuperación de la España vacía, como huertos colaborativos, gallineros no heteropatriarcales y talleres de nuevas masculinidades, y de paso le gustaría olvidar a su exnovia. Los habitantes del pueblo se han acostumbrado a su presencia y hasta lo han hecho alcalde. Desde ese puesto de responsabilidad debe hacer frente a problemas globales y locales: la pandemia amenaza el mundo tal y como lo conocemos, y no está claro que este verano pueda celebrarse el ciclo de homenaje de Agnès Varda en el frontón.

Para más información, consultar Un hipster en la España vacía.

DEL CUADERNO DEL HIPSTER. 1.

La pandemia de la covid-19 ha llegado a La Cañada de Azcón. Si la luz eléctrica o el agua corriente tardaron décadas en venir, esto ha llegado a la vez que en todas partes. Podía interpretarse como un ejemplo de la velocidad de la enfermedad y de las medidas para combatirla, o como la confirmación de que el progreso a veces se hace esperar pero el atraso siempre llega puntualmente.

Por supuesto, no se podía saber. ¿Cómo íbamos a prever, cuando estábamos buscando pronombres válidos para los nuevos géneros que, aunque fueran comprensibles en castellano, tuvieran una clara derivación desde el aragonés y conservaran ecos del catalán, como otras lenguas que quizá se habían hablado en la zona, que una epidemia trastocaría todos nuestros planes? También es mala suerte. Teníamos grandes planes y llegó el microorganismo. Ahora mismo está todo en el aire, incluyendo el ciclo de homenaje a Agnès Varda que íbamos a hacer en el frontón antes de fiestas.

Pero en el pueblo nunca nos tomamos la amenaza a la ligera, desde que una tarde de enero, cuando estábamos echando la partida en el bar de Lourdes, Eusebio vino y dijo que su madre, Angelines, había levantado la vista del jersey que estaba cosiendo para su bisnieta Julia, la de Castellón, había visto las noticias de China en la tele y había dicho:

—Mal se le pone el ojo a la vaca.

Según Lourdes, la tía Angelines había dicho esa misma frase otras ocho veces: en septiembre de 1929 (fueron sus primeras palabras), poco antes del hundimiento de Wall Street; el 28 de febrero de 1938, la víspera del bombardeo de La Cañada en la Guerra Civil; el 10 de septiembre de 2001; la tarde antes de que saliera en el Boletín Oficial de Aragón que el centro de salud estaría finalmente en La Valredonda y no en La Cañada; la víspera del colapso de Lehman Brothers; dos días antes de la muerte de Prince; en la pretemporada de un año que terminó con el Zaragoza bajando a Segunda; y otra vez más, que no se sabe si fue por algún acontecimiento que no tenemos claro o si es que estaba jugando a las cartas y le iban a ahorcar el tres y eso siempre le ha dado mucha rabia. Así que, aunque no sabíamos exactamente el alcance de la amenaza, no estábamos tranquilos. En el taller de nuevas masculinidades decidimos cambiar el orden del día y hacer mascarillas con los cachirulos.

Las tres participantes del taller y yo estuvimos en la plaza el 8-M (al rato se asomó el tío Juan el Garroso para cotillear), pero fuimos con las mascarillas.

—Mira, pues el cerdal se nota menos —dijo Rosario.

—Y como que te sientes anónima, quieras que no entiendes a las moras —dijo Adoración, que con sus ciento veinte kilos de peso es difícil de confundir sin mascarilla.

Esa tarde volví a casa preocupado.

Gobernanza multinivel, complejidad, gestión en red de la nueva incertidumbre y asunción activa del principio de la ignorancia, pensaba.

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