Crítica

Y Devendra Banhart nos sumergió en su microcosmos de felicidad

El yanqui venezolano ejerce de curandero con la gira de ‘Ma’, su nuevo disco

Devendra Banhart, durante su concierto en Madrid.DAVID MOYA

Devendra es de lo que no hay. En todo. Un artista en teoría minoritario, de culto, pero que propicia pasionales riadas humanas cada vez que pone el pie en la ciudad. Un trovador poliédrico tan convencido de su capacidad de seducción como para comenzar el concierto de este martes plácidamente sentado mientras sus cinco acompañantes le escoltan en posición erguida. Un hombre que no necesita recurrir a la zalamería para irradiar encanto, para convertirse en ese amigo cómplice al que cualquiera se abrazaría después de un día m...

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Devendra es de lo que no hay. En todo. Un artista en teoría minoritario, de culto, pero que propicia pasionales riadas humanas cada vez que pone el pie en la ciudad. Un trovador poliédrico tan convencido de su capacidad de seducción como para comenzar el concierto de este martes plácidamente sentado mientras sus cinco acompañantes le escoltan en posición erguida. Un hombre que no necesita recurrir a la zalamería para irradiar encanto, para convertirse en ese amigo cómplice al que cualquiera se abrazaría después de un día manifiestamente mejorable.

Devendra Banhart, su música, tiene algo de bálsamo, de chaleco salvavidas. De boya a la que aferrarse el náufrago. Él mismo lo llamaría vibra. Los 2.200 espectadores que habían agotado desde semanas atrás las entradas para La Riviera podrán ahora certificarlo: Banhart despierta vivacidad sin incurrir ni en la chabacanería ni en ese pavoroso lugar común del buenrollismo.

En realidad, lo mejor de este hombre no es su cercanía, la propensión a la sonrisa o el buen porte hirsuto, sino esa capacidad para apuntar en distintas direcciones y quedarse siempre muy cerca del centro de la diana (y sin necesidad de imaginarse para ello a ningún pérfido terrorista islámico). Empezó con Is This Nice?, lo más parecido que encontraremos en mucho tiempo al divino (y eternamente minusvalorado) Harry Nilsson. Pero sucederá más tarde que Taking a Page (también del reciente álbum Ma) conjuga el recitado perezoso a lo Lou Reed con un elogio explícito a Carole King, demostración de que no hay elementos nocivos en la discoteca de nuestro protagonista. Entre medias, Mi negrita sirve como baza segura: ese irresistible chachachá posmoderno se burla de fronteras y estulticias cognitivas, aquellas que ahora hacen fortuna en tantos parlamentos de bien.

Devendra, tal vez lo hayamos ya avisado, es de lo que no hay. No saluda con el consabido “Buenas noches, Madrid”, sino preguntándonos (o, aún mejor, preguntándote) “¿Cómo están tus pies?”. Quizá haya algo de reflexología podal, ahora que reparamos en ello, en el cancionero de este hombre, capaz de activar áreas amuermadas de nuestro organismo. A lo largo de la noche se interesará por el estado de nuestras rodillas... y ombligos. No es que sea un apóstol del freak-folk. Es un curandero. Y punto.

En el apartado de peticiones, la demanda acabó convirtiéndose en cántico (¡Carmensita, Carmensita!), así que a la guinda prevista como último bis le acabamos hincando el diente a los 40 minutos. Y en el paréntesis solista, con los cinco lugartenientes apostados entre bambalinas, llegó el turno de Quédate Luna. Puro folk de ayahuasca, si se nos permite la propuesta terminológica.

Sonaron en el arreón final Never Seen Such Good Things y Baby, cantarinas y traviesas, incontenibles grandes éxitos en el teórico dial de una Onda Hippy. Con los estudios centrales, a ser posible, orientados hacia la Costa Oeste. Nuestro tejano de sangre venezolana amagó con irse a la hora y diez, y hasta llegaron a encenderse las luces de la sala, pero nadie se movió, como si aquello fuera un chiste malo contra el que podría organizarse una fulminante revuelta popular. Por fortuna, Devendra regresó con Seahorse, otra especie de lisérgico himno naturalista, esa canción con ribetes de los Doors que jamás aplaudiría un votante de Trump. Al firmante de Ma solo le traicionó su propio legado: si sus visitas veraniegas al Circo Price (2013) y al Botánico (2017) resultaron fabulosas, esta vez no pasó del notable. Pero ni un apático martes de invierno es capaz de doblegar a Banhart. El hombre que se confiesa “perdido en el bosque de la realidad” fue capaz de adentrarnos en un fugaz microcosmos donde sentirnos razonablemente felices.

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