Luz, más luz para Ramón
El despacho del legendario escritor Ramón Gómez de la Serna se esconde en un recoveco de un museo de Madrid
Esa fiesta movible que fue el despacho legendario de Ramón Gómez de la Serna se ralentiza en Madrid como si se le parara el corazón a la luz en la que el gran artista moderno convirtió su vida de invento y alegría. Apenas anunciado, en el rincón de arriba del Museo Municipal de Arte Contemporáneo, está ese despacho con el que viajó como un caracol que llevara la vida bajo el brazo. Irradia luz porque la tiene, pero el municipio no advierte lo suficiente de este hallazgo a los v...
Esa fiesta movible que fue el despacho legendario de Ramón Gómez de la Serna se ralentiza en Madrid como si se le parara el corazón a la luz en la que el gran artista moderno convirtió su vida de invento y alegría. Apenas anunciado, en el rincón de arriba del Museo Municipal de Arte Contemporáneo, está ese despacho con el que viajó como un caracol que llevara la vida bajo el brazo. Irradia luz porque la tiene, pero el municipio no advierte lo suficiente de este hallazgo a los visitantes del edificio de Conde Duque, al que el propio Ramón llamó “monstruo marino”. No hay ni señales indicando que allí dentro está, escondida, esa metáfora del gran excéntrico que cultivó lo nuevo como nadie, pero esa luz que es su despacho no tiene en Madrid ni el resplandor ni el afecto que merece. Como si faltara un dedo dibujado por él mismo que señalara el techo para decir “aquí estoy, soy Ramón, soy de Madrid y no me olviden”.
Quizá es mejor así, que entres al monstruo marino, que no sepas nada de lo que te aguarda y, de pronto, en un piso para cuyas sorpresas no estás alertado, halles enfrente ese lugar que Ramón fue haciendo primero en sus casas de Madrid y después, desde 1936 hasta su muerte en 1963, en Buenos Aires. Siete años después de su muerte el despacho vino a Madrid como un barco, pasó por varios lugares que no fueron fijos, hasta que en los ochenta encontró sitio en ese museo municipal y ahora, de forma permanente, en el Contemporáneo. Ha vivido, dice Eduardo Alaminos, que fue director de este museo y que dedica ahora su tiempo a escribir sobre la vida legendaria de Ramón (acaba de publicar en Ulises su nueva entrega titulada Ramón y Pombo), “como el Guadiana, yendo de un sitio a otro; que el destino de este despacho fuera el del caracol, como lo nombró su biógrafo Miguel Pérez Ferrero”. Recuerdo a Alaminos, que, con Juan Manuel Bonet, tanto hace por darle luz a Ramón, lo que Kafka decía acerca de la casa de los hombres: todos tienen una habitación íntima. La habitación pública de Ramón era su exhibición en el Café de Pombo; “la habitación íntima” era este despacho, y ahí está, esperando a ser considerado el emblema del monstruo marino en el que aún es un inquilino.
El resplandor que ahora halla aquí el visitante es parecido al espectáculo que vivieron, ante tales hallazgos, Calder, Lorca u Ortega y Gasset, que aquí presintió “lo nuevo” como la celebración de una locura. Aquella sorpresa ante los biombos, las sillas, los collages, los faroles y, en general, su imaginación para hacer Rastro de casi todo, está intacta, es la esencia de Ramón llenando un despacho en el que él reina como si se riera aún de lo solemne y gritara, todavía, “¡viva lo nuevo!”
Si Alaminos tuviera que recomendar dónde fijarse señalaría los espejos cubistas, esa jaula de un pajarito mecánico que compró en París y cuyos trinos aún funcionan, la silla Butterfly, diseñada por arquitectos argentinos en 1937… “Un periodista, Santiago Vinardell, dijo en 1916 que el despacho era el fruto de la austera locura de un cubista…” Ya Ramón no necesita nada para estar en la historia, pero esta locura precisa de que alguien active el resplandor de la luz que tiene dentro. La luz del propio museo, que en gran parte sigue encerrado, espera también esa luz, por cierto.