Las dos Argentinas lloran a la vez
En un país sin ídolos incontestables, Mafalda y sus amigos concitan la unanimidad. Su monumento se llenó de flores en Buenos Aires en honor a Quino
Mafalda habría cumplido 56 años el pasado martes, 29 de septiembre. Resulta extraordinario que ese personaje, cuyas viñetas se publicaron durante menos de nueve años y terminaron hace casi medio siglo, mantenga tanta vigencia. Y que en la dividida Argentina, donde si algo gusta a los “peronchos” no puede gustar a los “gorilas”, y viceversa, suscite un amor tan unánime. Joaquín Salvador Lavado, Quino, dibujó mucho antes y después de Mafalda. Creó una obra vastísima. Pero en el momento de s...
Mafalda habría cumplido 56 años el pasado martes, 29 de septiembre. Resulta extraordinario que ese personaje, cuyas viñetas se publicaron durante menos de nueve años y terminaron hace casi medio siglo, mantenga tanta vigencia. Y que en la dividida Argentina, donde si algo gusta a los “peronchos” no puede gustar a los “gorilas”, y viceversa, suscite un amor tan unánime. Joaquín Salvador Lavado, Quino, dibujó mucho antes y después de Mafalda. Creó una obra vastísima. Pero en el momento de su muerte son Mafalda y sus amigos quienes simbolizan la pérdida.
Las viñetas de Mafalda son mundialmente conocidas y no han envejecido. Corresponden, sin embargo, a un lugar y un tiempo muy concretos. Cuando apareció el personaje, la cúpula militar, bajo el lema Revolución Argentina, acababa de derrocar al presidente Arturo Illia. El nuevo dictador, el teniente general Juan Carlos Onganía, disolvió todos los partidos políticos, destruyó las universidades tras la “noche de los bastones largos” (29 de julio de 1966) y estableció una censura férrea: se prohibió incluso el ballet El mandarín maravilloso, de Béla Bartók, una obra siniestra pero ya clásica por entonces. La policía arrestaba a los jóvenes con cabello largo. Fue una época de absoluta mediocridad, prólogo de la violencia que sacudiría al país durante la década siguiente. También fue el epílogo de la Argentina próspera.
La censura obligó a Quino a hilar finísimo. De ahí que Mafalda se interesara tanto por la paz mundial o por la guerra de Vietnam, y tan poco (o de forma tan oblicua) por la situación en Argentina. Eso contribuyó probablemente a que el público de otros países se identificara con los personajes y sus historias: el feminismo (ahí Mafalda era implacable), la insatisfacción juvenil, el pacifismo, la irrupción del consumismo, eran fenómenos planetarios. El caso es que, pese a la censura, cualquier argentino captaba los mensajes (siempre a favor de la democracia, siempre a favor del progreso) que Quino disfrazaba de ingenuidad.
Otro detalle relevante es que Quino era mendocino, no porteño. De alguna forma, tampoco lo eran sus personajes. Trascendían los códigos de la ciudad de Buenos Aires, con sus mitologías y su lenguaje, y se situaban en un plano más universal. O al menos más argentino. En un país sin ídolos incontestables, salvo acaso Carlos Gardel, ya muy remoto y nacido en Francia o Uruguay, y Diego Maradona, por ser Maradona (Perón y Evita, Borges, el Che Guevara, son tan amados como odiados), Mafalda y sus amigos concitaban la unanimidad. Nadie ignoraba su importancia. Cuando a Julio Cortázar le preguntaron qué pensaba de Mafalda, respondió que eso resultaba irrelevante, que lo importante era lo que Mafalda pudiera pensar de él.
El éxito de las viñetas de Mafalda en la prensa se trasladó con rapidez a los libros. Kuki Miller, de Ediciones de La Flor, que desde 1970 recopila en libros las historietas de Quino, contó a Infobae que la tirada del primer volumen fue de 200.000 ejemplares: “Son cifras que ahora no existen, pero en ese momento volaban, duraban muy poco”. “Debido a la urgencia, la distribución era en kioscos más que en librerías. Para hacerlo más rápido”, siguió Miller, “los distribuidores de kiosco iban directamente a la imprenta a buscar los números. Una vez, uno de ellos fue más temprano y quiso coimear [sobornar] a los de la imprenta para que le entregaran antes los ejemplares. Así era la avidez”.
Cuando a Julio Cortázar le preguntaron qué pensaba de Mafalda, respondió que eso resultaba irrelevante, que lo importante era lo que Mafalda pudiera pensar de él
Las historietas de Mafalda terminaron en 1973, con el regreso a Argentina de Juan Domingo Perón y el sangriento conflicto entre el Gobierno, y luego las Fuerzas Armadas, y los grupos guerrilleros. Quino se exilió. Alguna vez dijo que Mafalda podría haber “desaparecido” durante la última dictadura militar.
El impacto de Quino en la cultura popular es tremendo. Por la influencia que reconocen cientos de dibujantes contemporáneos (Quino, casi enfermizamente humilde, decía que dibujaba mal), por los arquetipos que creó y por su rastro en el lenguaje. Cuando se dice de alguien que “es una Mafalda”, casi cualquier hispanoparlante comprende la referencia. De igual modo, “una Susanita”, al menos en Argentina, es alguien retrógrado y clasista. La ingenuidad sentimental de Felipe, el sentido práctico y la estrechez de miras de Manolito (caricatura del antiguo tendero “gallego”, es decir, español), la combatividad sindical de Libertad, quedan como referencias.
El monumento a Mafalda, en la esquina de Defensa y Chile, en el típico barrio bonaerense de San Telmo, empezó a llenarse de visitantes y de flores en cuando se supo que Quino había muerto. Por una vez, los dos bandos políticos lloraron a la vez. “Gracias, Quino. Por el arte y el compromiso. Tu inmensa obra estará siempre presente en la historia argentina y en la memoria colectiva de quienes la disfrutamos. Hasta siempre, maestro”, tuiteó Santiago Cafiero, jefe de gabinete [primer ministro] del Gobierno peronista. Lilita Carrió, feroz opositora antiperonista, eligió como despedida una frase célebre de Mafalda: “En el mundo hay cada vez más gente y menos personas”.