El museo de la Academia
Hasta la segunda mitad del siglo XX la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando era el lugar donde se aprendía el oficio
Entro por su puerta señorial los lunes cuando voy a la sesión plenaria y casi se me olvida la historia intensa y larga del edificio y sus colecciones –desde el siglo XVIII–, tan cotidiana me resulta ahora. Empecé trabajando en el deslumbrante archivo de la Academia de Bellas Artes de San Fernando –en la calle Alcalá de Madrid, al lado del Casino– siendo una joven becaria doctoral: para mí el palacio de Goyeneche y lo que conservaba eran un sancta sanctorum. Ahora, al cabo de los años –demasiados, parece de repente– traspaso la puerta en mi condición de Académica y el lugar se convierte casi en...
Entro por su puerta señorial los lunes cuando voy a la sesión plenaria y casi se me olvida la historia intensa y larga del edificio y sus colecciones –desde el siglo XVIII–, tan cotidiana me resulta ahora. Empecé trabajando en el deslumbrante archivo de la Academia de Bellas Artes de San Fernando –en la calle Alcalá de Madrid, al lado del Casino– siendo una joven becaria doctoral: para mí el palacio de Goyeneche y lo que conservaba eran un sancta sanctorum. Ahora, al cabo de los años –demasiados, parece de repente– traspaso la puerta en mi condición de Académica y el lugar se convierte casi en doméstico. Hasta me parece normal encontrarme cada lunes con tantas personas insignes de nuestra cultura –músicos, arquitectos, artistas, historiadores… Los que han sido mis maestros –entre ellos Antonio Bonet, Director Emérito de la Academia que nos ha dejado hace muy pocos meses– se han convertido en mis compañeros de sesión, han pasado de formar parte mi día a día –la costumbre es implacable.
Sin embargo, este encierro que ha traído la epidemia, este cambio de paradigma en nuestras vidas –que temo ha venido para quedarse bastante– me ha puesto frente a frente con las cosas extraordinarias que daba por hechas. De modo que al traspasar el umbral familiar unos meses cerrado -o casi, pues las instituciones han seguido en marcha, abiertas, trabajando, durante el confinamiento– he vuelto a ser la becaria de hace treinta años, asombrada frente a la historia y los tesoros de la historia, y he recorrido, embelesada de nuevo, la Calcografía –donde se conservan las planchas de las estampas de Goya, expuestas para que, sentado, el visitante las pueda saborear. He bajado al taller de vaciados, al cual estoy ahora tan ligada. Allí se aprende y se enseña esta técnica escultórica que servía para la enseñanza de las bellas artes: un modo de tener estatuas clásicas para el dibujo. Es lo fascinante de la Academia de San Fernando: hasta la segunda mitad del siglo XX era el lugar donde se aprendía el oficio.
Y luego, además de la impresionante biblioteca y el archivo, queda el museo, uno de los tesoros de Madrid, la mejor colección de Goya después de la del Prado y albergue de tantas maravillas, entre otros unos espléndidos “zurbaranes”, Rubens, una excelente colección de pintura española de primeros años del XX y un cuadro único de Arcimboldo, el pintor de corte de Maximiliano en esa Viena de mediados del XVI, conocida por el gusto hacia los caprichos y los artificios. El cuadro en el museo de la Academia, La primavera, es una obra divertida y bella, prodigio de escondrijos, donde las flores y plantas, ocultan secretos más profundos que las trampas visuales que presentan. Las obras de Arcimboldo son tan escasas en el mundo que su presencia en el museo de la Academia sería motivo suficiente para acercarse a esta institución mucho menos visitada de lo que sus joyas recomiendan. Además, La tirana, en el retrato soberbio pintado por Goya, les está esperando descarada. Vengan a vernos: estamos abiertos.