Prensa ‘underground’: cuando la subversión llegaba a través del quiosco
Ignoradas en los estudios sobre la Transición, las revistas contraculturales supusieron una constante llamada a la rebelión. Un libro reciente muestra su asombrosa variedad
La policía franquista tenía problemas con el underground. En parte, debido a cuestiones semánticas: cuando llegaban avisos e informes del FBI y organismos similares, se solía traducir underground con términos alarmantes como “clandestino” o “clandestinidad”. Lo cual planteaba cuestiones de técnica policial: ¿cómo atrapar a una disidencia sin aparente actividad pública? Tampoco valía usar las drogas como atajo para facilitar la represión: en la España del interior, apenas tenían presencia o eran productos de farma...
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La policía franquista tenía problemas con el underground. En parte, debido a cuestiones semánticas: cuando llegaban avisos e informes del FBI y organismos similares, se solía traducir underground con términos alarmantes como “clandestino” o “clandestinidad”. Lo cual planteaba cuestiones de técnica policial: ¿cómo atrapar a una disidencia sin aparente actividad pública? Tampoco valía usar las drogas como atajo para facilitar la represión: en la España del interior, apenas tenían presencia o eran productos de farmacia.
La Brigada Político-Social recurría a los infiltrados. Una táctica que daba resultados —la redada sevillana del comisario Juan Creix—, pero demasiado lenta. En realidad, para hacerse una idea de la naturaleza y la identidad del enemigo a batir, hubiera sido más práctico acudir a los quioscos: ya en la primera mitad de los setenta se encontraban revistas que difundían los valores de la contracultura, forma fina de referirse al underground. Publicaciones que no solo trataban las preocupaciones del momento: incluían páginas de anuncios donde se proponían iniciativas y se presentaban futuros cabecillas.
Un mundo frondoso al que nos acerca Todo era posible (Libros Walden), que Manuel Moreno y Abel Cuevas subtitulan Revistas underground y de contracultura en España: 1968-1983. Si les sorprende la fecha de partida, conviene saber que algunas manifestaciones del underground (cine, cómics, rock, literatura) se colaron sigilosamente a través de revistas especializadas, por no hablar de primorosos boletines de la iglesia posconciliar, como Oriflama y Serra D’Or.
No fue la única alianza impía: por temática y ambición, la primera revista underground pudo ser Apuntes Universitarios, luego AU, subvencionada por un colegio mayor madrileño, es decir, por el Ministerio de Educación. Ya emancipados, sus colaboradores pusieron en marcha Ozono, que evidenció la nula cabeza empresarial de aquella tropa: el dinero recaudado se había evaporado antes de que saliera el primer número y la revista cayó en manos de su imprenta, que no dio ni las gracias a los creadores de una marca que, con planteamientos más progres, duró cuatro años.
Ese chupinazo madrileño no debe oscurecer la realidad: el underground español se implantó, en términos sociales, musicales y editoriales, en Barcelona. Allí prosperaron Star, Ajoblanco y la galaxia de dibujantes que desembocaría en El Víbora. Bestias de muy diverso pelaje: Star, creación personal de Juanjo Fernández, se beneficiaba de la infraestructura editorial de su padre, que le permitió superar multas y cierres, y del carnet profesional de Karmele Marchante, en la época una periodista muy comprometida. Star tenía un cierto aliento de cursillo acelerado de modernidad neoyorquina, aunque también publicó el primer acercamiento panorámico al movimiento patrio: Nosotros, los malditos, de Pau Maragall, rebelde de buena familia que usaba el alias Pau Malvido.
Ajoblanco fue lo contrario, una empresa colectiva que pretendía la cuadratura del círculo: encajar la contracultura en nuestra tradición ácrata, o lo que quedaba de la CNT tras la Guerra Civil. Incansable, la revista tuvo más éxito al introducir radicalidades como la okupación, las comunas, el feminismo, la antipsiquiatría, la liberación gay, la ecología, la insumisión. Ajoblanco tropezó con la piedra de Las Fallas. Publicó en marzo de 1976 un dosier fallero que generó una campaña virulenta y una condena del Tribunal de Orden Pública; seguramente, ignoraban que, en los sesenta, otro acercamiento irreverente a la fiesta valenciana, estuvo a punto de hundir la revista musical Fonorama.
En los años ochenta, ya saben, el péndulo osciló hacía el Madrid de la nueva ola, luego movida, donde brotaron abundantes fanzines y varias revistas vistosas. Saludemos, por orden de longevidad, a La Luna de Madrid, Madrid Me Mata, Dezine. Quizás más modernas que underground, aunque todas contaban con cómplices procedentes de los años heroicos.
En Todo era posible, Manuel Moreno y Abel Cuevas alternan la descripción de esas aventuras con abundantes reproducciones de artículos originales, tebeos y portadas. No siempre los textos son legibles ni se identifica a dibujantes y diseñadores. Lástima, ya que en general el nivel gráfico resultaba superior al puramente periodístico.
El asunto necesitaría mayor profundidad y un grado superior de picardía. Se dan por ciertas unas tiradas que multiplican la realidad. Y se minimiza el hecho de que aquello no respondía precisamente a un esfuerzo unánime tipo “la juventud unida nunca será vencida”. Las revistas eran campos de batalla ideológica y estética. En lo musical, el rock se resentía de la hegemonía del progresivo. En los tebeos, se enfrentaba la línea clara contra la dominante línea chunga. En drogas, se mitificaba el personaje del yonqui, debido a los equívocos sobre Lou Reed.
El mayor cacao estaba en lo político. Puede sorprender encontrarse en Todo era posible intentos de glamourizar a la Baader-Meinhof. Y ecos de rivalidades subterráneas, como Ajoblanco publicitando su edición de Lo que queda de España, de Federico Jiménez Losantos, con el lema “el libro que El Viejo Topo rehusó.” La verdadera historia del underground español todavía necesita ser contada.