Pamplona no huele a toros y sí a tristeza
La Casa de Misericordia ha puesto en marcha una campaña para recoger fondos para los mayores
A estas horas, la mañana del 6 de julio, Pamplona debería ser un hervidero blanco y rojo de mozos y mozas llegados desde todos los confines para vivir la feria de San Fermín, una de las celebraciones más conocidas y singulares del mundo.
A estas horas, Pamplona debería oler a toro, a comida y a bebida, a fiesta, música y baile…
Pero este año de 2020, esta mañana, la capital navarra es una foto en blanco y negro salpicada de una honda tristeza que lo abarca todo, desde los vacíos Corrales...
A estas horas, la mañana del 6 de julio, Pamplona debería ser un hervidero blanco y rojo de mozos y mozas llegados desde todos los confines para vivir la feria de San Fermín, una de las celebraciones más conocidas y singulares del mundo.
A estas horas, Pamplona debería oler a toro, a comida y a bebida, a fiesta, música y baile…
Pero este año de 2020, esta mañana, la capital navarra es una foto en blanco y negro salpicada de una honda tristeza que lo abarca todo, desde los vacíos Corrales del Gas, lugar de descanso de los bravos animales anunciados en la feria, a la afanosa hostelería, que espera el verano con la ansiedad del beneficio, y los corazones de propios y forasteros, que no se hallan en un 6 de julio encapotado por una pandemia que ha hecho trizas todas las ilusiones. Hasta el propio santo deberá cumplir las medidas sanitarias y no podrá salir en procesión como cada 7 de julio.
No hay toros, ni bullas en el aeropuerto ni en las estaciones de tren y autobuses. No hay turistas, ni dobles barbudos de Hemingway, ni almuerzos matinales, ni montañas de tetrabik de vino peleón en la plaza del Castillo; un triste silencio lo abarca todo.
No habrá chupinazo en una abarrotada y ruidosa plaza del Ayuntamiento, ni el encierro el día 7, ni el 8… Por no haber, no hay vallado, ni establecimientos amurallados con tablones para soportar los empujones de toros y corredores, ni líquido antideslizante, ni nervios, ni palpitaciones.
El coronavirus ha arrasado con todo.
Los Sanfermines se suspendieron el pasado 21 de abril a causa del covid-19; era la primera vez desde la guerra civil, cuando las balas sustituyeron a las peñas los años 1937 y 1938. Posteriormente, en 1978 y 1997, disturbios políticos y el asesinato de Miguel Ángel Blanco obligaron a guardar silencios momentáneos.
La Casa de Misericordia, organizadora de los encierros y la Feria del Toro, había anunciado el 13 de diciembre las ganaderías que correrían por el empedrado pamplonés. Y en el campo comenzó un pausado rito para la elección de los astados más cornalones y de mejores notas, y un duro programa de ejercicios físicos para llegar a San Fermín como atletas de élite, prestos para volar por los 875 metros de la Cuesta de Domingo, la plaza del Ayuntamiento, Mercaderes, Estafeta, tramo de Telefónica y el callejón hasta el ruedo de la plaza de toros. Una huida frenética de 48 toros -seis cada uno de los ocho días de feria- de los cientos de mozos que entorpecen la carrera y asustan a los verdaderos protagonistas de la fiesta y que, a veces, -siempre el capotillo de San Fermín al quite- dejan una cicatriz indeleble en la piel de los arriesgados humanos.
La suspensión de la feria es otra seria cornada para la hostelería
Pero no hay encierros ni corridas, ni facturación, ni beneficios. Por ello, la Casa de Misericordia, una residencia de ancianos que acoge a más de 500 personas y se financia en gran parte con los ingresos de la feria, se ha visto obligada a poner en marcha una iniciativa solidaria -‘Échale un capote'- en la que solicita colaboraciones económicas para paliar la situación de la entidad benéfica.
La suspensión de la feria es otra seria cornada para la hostelería de la ciudad, acostumbrada a facturar en ocho días entre un 15 y un 20 por ciento del año. Y se dice que el impacto económico de los sanfermines oscila entre los 100 y los 150 millones de euros.
Los toros seleccionados seguirán en la dehesa, no habrá ruido de las más de 3.000 piezas de madera que componen el vallado del encierro, ni periodistas japoneses, chinos o australianos. No habrá ni siquiera calimocho, sino un jarro de agua fría que inunda toda la ciudad.
La plaza de toros seguirá vacía y silenciosa. Sus arcos echarán de menos el final del encierro matinal, los juegos con las vaquillas, las magras con tomate de las peñas, y las notas de La chica yé yé o Sigo siendo el rey. No saldrán por la puerta de chiqueros esos toracos de muchos kilos y astifinos pitones que ponen a prueba el valor y la inteligencia de los toreros, ni lucirá sombrero de copa el presidente del festejo ni habrá puerta grande para los triunfadores entre la algarabía general.
Solo descansarán los sanitarios tras el trabajo a destajo a que los ha sometido la pandemia, y los 2.600 agentes de las fuerzas de seguridad que cada año velan por el orden público.
Adiós a San Fermín 2020; adiós a la alegría. Y ojalá que la tristeza se esfume pronto…