Análisis

Ennio Morricone, un legado ecléctico e inabarcable

El italiano supo como nadie condensar la faceta de compositor intelectual, músico popular y casi estrella del rock

Un grafiti de Harrygrebdesign, en homenaje a Morricone, en el barrio romano de Trastévere.FABIO FRUSTACI (EFE)

Con la pérdida del más icónico y popular de los mal llamados “compositores de bandas sonoras”, se va una forma de entender el cine y el arte popular del siglo XX. Ennio Morricone supo, como nadie, condensar la faceta de compositor intelectual, músico popular y casi estrella del rock, capaz de llenar estadios con sus conciertos cuando ya era un octogenario. Fue el hilo de unión entre el cine comercial, de género, de autor y político. Pero, sobre todo, fue un trabajador incansable, estajanovista, cartesiano, meticuloso y ob...

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Con la pérdida del más icónico y popular de los mal llamados “compositores de bandas sonoras”, se va una forma de entender el cine y el arte popular del siglo XX. Ennio Morricone supo, como nadie, condensar la faceta de compositor intelectual, músico popular y casi estrella del rock, capaz de llenar estadios con sus conciertos cuando ya era un octogenario. Fue el hilo de unión entre el cine comercial, de género, de autor y político. Pero, sobre todo, fue un trabajador incansable, estajanovista, cartesiano, meticuloso y obsesivo: “La inspiración no existe, solo existe el trabajo, el tesón, la constancia”, dijo en una ocasión.

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Clásico de formación y vanguardista de vocación, siempre estuvo fuera de las modas. Tenía la capacidad para saltar de un género a otro casi sin inmutarse, ya que su música era un género en sí mismo. Así fue como se mantuvo en primera línea durante más de cinco décadas. Podía pasar de trabajar con Sergio Leone o Bernardo Bertolucci a, inmediatamente después, escribir la música de un wéstern de serie B o de un filme erótico japonés protagonizado por Cicciolina. Ni entendía ni se tomaba el éxito en serio, tan solo le interesaba la música. Y para él, el cine era una fuente inagotable de experimentación.

En su obra se puede llegar a una conclusión musical pasando por tres películas anteriores, que muchas veces eran (geniales) borradores de una obra final sublime. En su música pueden convivir con perfecta fluidez el vanguardismo más arriesgado y la música concreta con la más comercial, elegantes melodías con otras que sobrepasaban el límite de la cursilería, el sonido más delicado y también el más vulgar. Y siempre era pretendido, buscado, pensado milimétricamente, según las necesidades que él entendía que tenía cada película.

Tenía la asombrosa habilidad para, como la energía, no crearse ni agotarse, sino transformarse. Cuando llegaba a un punto donde parecía que su música se anquilosaba o se repetía, Morricone ofrecía una obra totalmente nueva, y que era el germen de un ciclo distinto. Nunca se quedó atrás. Inventó la música del spaghetti-western en Por un puñado de dólares (1964), y la reinventó en Hasta que llegó su hora (1968). Incluso se permitió el lujo de parodiarla en Mi nombre es Ninguno (1973), cuando el género empezaba a agotarse. Al mismo tiempo, alumbró la música de casi todos los subgéneros de la cinematografía italiana, en una época tristemente irrepetible: del giallo de Argento y Fulci, al cine político de Petri y Pontecorvo, el drama romántico de Bolognini, el asumido feísmo sonoro de las inclasificables obras de Pasolini, o el erotismo soft de Patroni Griffi. También alcanzó notoriedad en Francia, al reinventar el polar a las órdenes de Verneuil o Boisset, y trabajó en España con Almodóvar (¡Átame!).

Su relación con Hollywood fue más bien agridulce. Aunque escribió la música de algunos filmes a lo largo de los años, como Dos mulas y una mujer (Don Siegel, 1970), El exorcista 2: el hereje (John Boorman, 1977), Días del cielo (Terrence Malick, 1978) —su primera nominación al Oscar— o La cosa (John Carpenter, 1982), se negó a seguir trabajando en EE UU, ya que se consideraba mal pagado. No fue hasta el apabullante éxito de La misión (1986) cuando se asentó en la industria y se convirtió en unos de los compositores mejor valorados y remunerados. Obtuvo otras cuatro candidaturas al Oscar, que siempre le eran arrebatadas. El codiciado premio le llegó tarde, en forma de galardón honorífico, en 2008. Después consiguió otro a la mejor banda sonora por su colaboración con Tarantino en Los odiosos ocho (2015)

Se nos va el hombre que trabajó hasta el último aliento de su vida (sin ir más lejos, el año pasado ofreció varios conciertos multitudinarios en España), pero siempre nos quedará su obra, de un incalculable y vastísimo legado, casi inabarcable, sus más de 500 películas y otros tantos discos, que a buen seguro serán objeto de estudio, análisis y deleite para las generaciones venideras. Aunque de momento, este placer es solo nuestro. Celebrémoslo.

José María Benítez es productor discográfico, fundador del sello especializado Quartet Records.

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