El perro al fin se ha escapado. Sigámosle
Ojalá los políticos aprendieran la lección del Prado: no es con lo peor, sino con lo mejor de cada casa con lo que haremos una normalidad superior
Son días de sacar el mejor mantel, comida y vino para recibir en casa después de tanta separación y es lo que hacemos las madres, los padres, los ciudadanos de bien en general (no incluir aquí a algunos políticos) y, ahora, el Museo del Prado. Y ya es difícil equivocarse ahí, donde no hay que hacer milagros para convertir las tinajas de mal vino en bueno porque todo suele ser reserva, pero la mesa que nos ha servido la pinacoteca nos da una lección de brazos abiertos, de fiesta porque has vuelto a verme, de pasa hasta la coci...
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Son días de sacar el mejor mantel, comida y vino para recibir en casa después de tanta separación y es lo que hacemos las madres, los padres, los ciudadanos de bien en general (no incluir aquí a algunos políticos) y, ahora, el Museo del Prado. Y ya es difícil equivocarse ahí, donde no hay que hacer milagros para convertir las tinajas de mal vino en bueno porque todo suele ser reserva, pero la mesa que nos ha servido la pinacoteca nos da una lección de brazos abiertos, de fiesta porque has vuelto a verme, de pasa hasta la cocina y hártate con el primero, el segundo, el postre y repite lo que quieras, que de todo hay y nunca bajará el nivel. No sé cómo hemos podido vivir sin el Prado.
La exposición Reencuentro es una bienvenida mayúscula. No al mundo de ayer, a la vieja normalidad ni a una nueva en la que hay que contentarse con lo que puedas. Por el contrario. Es una bienvenida a la demostración de que en el mundo posterior a la pandemia podemos hacerlo mejor. Lo de menos es el termómetro a la entrada, la mascarilla, la distancia, que por supuesto. Lo grandioso es ver que el Perro semihundido se ha echado al fin a correr, se ha escapado de la sala de las Pinturas Negras que lo tenían atrapado con los mismos vecinos que comparte desde que Goya los pintó en la Quinta del Sordo, y se ha plantado con descaro ante compañeros con los que seguramente nunca había convivido. Sigámosle. Veremos a los Saturnos devoradores de Goya y Rubens haciendo migas, nos encontraremos con Esopo o la Mujer barbuda como si tal cosa. Sin prescindir de las Majas, de joyas recientemente ya muy valorizadas como La Anunciación de Fra Angélico y El Descendimiento de Van der Weyden, del Adán y Eva de Durero y de Boscos que, precisamente al faltar El jardín de las delicias brillan aquí con un foco especial, como La Adoración de los Magos.
Coincide esta mirada con la polémica por la retirada de Lo que el viento se llevó o la serie Little Britain de las plataformas de televisión al asimilar posturas racistas. La hipersensibilidad desatada ante obras o manifestaciones de arte que responden a códigos de otras épocas podría ser devastadora. ¿Cuántas películas de Billy Wilder sobrevivirían si elimináramos las que presentan machismo? ¿Cuántas Lolitas a la hoguera? Tras el MeToo ¿surge ahora una criba del racismo que nos convertirá en racistas a los que nos hemos reído con Little Britain, aunque lo hiciéramos con la convicción de que no hay como reírse de uno mismo?
¿Cuántas obras del Prado sobrevivirían si hubiera que aplicar los códigos de la corrección de hoy a las mujeres desnudas de Rubens asediadas por los sátiros, a la Danae de Tiziano que va a recibir en posición correcta la “lluvia de oro” de Zeus para deleite del príncipe que lo paga o el canibalismo de Saturno con su propio hijo? Maltrato infantil, explotación de la mujer, desigualdad social, crueldad, racismo están expuestos porque el arte, como la literatura, no crea una realidad sino a partir de la que existe. Qué pobreza censurar.
Pero aquí veníamos a disfrutar y el Prado lo ha conseguido. Ojalá también los políticos aprendieran que no es con lo peor de su casa, sino con lo mejor, con lo que debemos construir no una nueva ni vieja normalidad, sino una mejor.