Escribe y vencerás
Sigue lejos de asentarse en el imaginario colectivo el hecho de que a veces los buenos respondan con crueldad innecesaria a los horrores de los malos
Suele decirse que la Historia la escriben los vencedores y es verdad, pero solo a medias. También escriben las leyes y las novelas. Este año se cumple el 75º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial y sigue lejos de asentarse en el imaginario colectivo el hecho de que a veces los buenos respondan con crueldad innecesaria a los horrores de los malos. Por eso resulta útil volver a dos libros ajenos a la épica del ardor guerrero. El primero, ...
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Suele decirse que la Historia la escriben los vencedores y es verdad, pero solo a medias. También escriben las leyes y las novelas. Este año se cumple el 75º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial y sigue lejos de asentarse en el imaginario colectivo el hecho de que a veces los buenos respondan con crueldad innecesaria a los horrores de los malos. Por eso resulta útil volver a dos libros ajenos a la épica del ardor guerrero. El primero, Sobre la historia natural de la destrucción (Anagrama. Traducción de Miguel Sáenz), lo escribió W. G. Sebald en 1999 para intentar responder a una pregunta: ¿Por qué Alemania y su literatura cerraron los ojos durante décadas ante los bombardeos británicos contra su población? ¿Bajo qué alfombra barrieron el millón de toneladas de bombas que cayeron sobre 131 ciudades para matar a 600.000 civiles y dejar sin casa a siete millones de personas?
“La destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva, sino el primer peldaño de una eficaz reconstrucción”, escribe Sebald para subrayar que el ‘milagro alemán’ se asentó en una mezcla de amnesia, vergüenza por el pasado nazi y miedo al ejército de ocupación, entre cuyas filas sí que se había discutido la crueldad (e inutilidad) de tales acciones. Su libro dedica varios pasajes a los acalorados enfrentamientos que tuvieron lugar en Gran Bretaña entre los que defendían los bombardeos “de saturación” —cuando eran posibles los “de precisión”— y quienes los cuestionaban no solo desde el punto de vista moral sino también desde el de su eficacia, solo probada en términos industriales y propagandísticos. Como declaró un brigadier de la fuerza aérea de Estados Unidos, las bombas son mercancías costosas: “No se las puede lanzar en las montañas o en campo abierto después de todo el trabajo que ha costado fabricarlas”.
Que una novela como El ángel callaba, de Heinrich Böll, tuviese que esperar a 1992 para vez la luz da una idea del sentimiento de “castigo merecido” que impregnó a una sociedad entera. O a dos, porque las reacciones que retrata Sebald se parecen mucho a las que anota John Hersey en el libro que, con la entrada en el siglo XXI, la Universidad de Nueva York señaló como la mejor crónica periodística publicada en el XX: Hiroshima (Turner/Debolsillo. Traducción de Juan Gabriel Vásquez). El relato de Hersey, que en 1946 ocupó todas las páginas del primer monográfico que el New Yorker lanzaba en su historia, reconstruye sin efectismos la vida en la ciudad japonesa el 6 de agosto de 1945 a través de seis de sus habitantes. Hubo 100.000 muertos y otros tantos heridos. No se les llamó supervivientes sino “personas afectadas por una explosión”. Hace cuatro años Obama visitó esa zona cero y habló del peligro nuclear, pero no pidió perdón. El reportaje de Hersey se publicó casi al tiempo que la nueva Constitución de Japón. Redactada por funcionarios estadounidenses, hoy sigue vigente.