Sentir el viento en la cara

Nos ha dejado un grandísimo tipo, que hizo de la amistad un arte, de la generosidad una manera de estar en el mundo

El escritor Luis Sepúlveda.Piero Oliosi (Europa Press)

Nos ha dejado un gran narrador, un fabulador nato que era a la vez un autor sensible y comprometido con los perdedores y los más desfavorecidos; un autor que quería ser también un luchador por un mundo más justo, un pionero del movimiento ecologista en su defensa del Amazonas, de los pueblos indígenas, en su amor por los animales. Y, cómo no, un grandísimo tipo, que hizo de la amistad un arte, de la generosidad una manera de estar en el mundo y de la fidelidad un requisito para no traicionar sus ideales de juventud.

Luis Sepúlveda no se consideraba más que un contador de historias, algu...

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Nos ha dejado un gran narrador, un fabulador nato que era a la vez un autor sensible y comprometido con los perdedores y los más desfavorecidos; un autor que quería ser también un luchador por un mundo más justo, un pionero del movimiento ecologista en su defensa del Amazonas, de los pueblos indígenas, en su amor por los animales. Y, cómo no, un grandísimo tipo, que hizo de la amistad un arte, de la generosidad una manera de estar en el mundo y de la fidelidad un requisito para no traicionar sus ideales de juventud.

Luis Sepúlveda no se consideraba más que un contador de historias, alguien que aspiraba a ser como el tipo inesperado que en la pulpería más lejana, ese lugar que es tienda de suministros, estafeta de correo y lugar de tragos, levanta la mano y pregunta: «Perdonen, ¿puedo contar una historia?». Él dominaba como pocos la magia de la oralidad, y sus historias tenían humor, sorpresa y un soterrado idealismo. Sin embargo, debajo de esos dotes naturales, Lucho era tal vez el escritor en español que mejor entendió la energía de Jack London y Ernest Hemingway, por ejemplo en Un viejo que leía novelas de amor; o la poesía seca de Bruce Chatwin, en uno de los más bellos libros de viajes en español, Patagonia Express; o el ímpetu de la aventura de Francisco Coloane en Mundo del Fin del Mundo; o el cáustico romanticismo de Raymond Chandler, en Nombre de torero o El fin de las historia, protagonizadas por un Juan Belmonte que es en realidad su alter ego, viejo comunista desencantado dispuesto a partirse la cara por una causa justa.

Muchos lo recordarán por una serie de fábulas que son inmejorables acicates de lectura para los más jóvenes, y donde con difícil sencillez las peripecias de gatos y gaviotas, perros, caracoles y ballenas, nos ilustran con paradójica humanidad los valores en los que Lucho cree: la amistad, la falta de prejuicios, el trabajo el equipo, la lealtad.

En Tusquets Editores debemos su descubrimiento a la gran editora y amiga Anne Marie Métailié, quien, en la Feria de Fráncfort de 1992, nos habló de la novela irresistible de un nuevo autor chileno que estaba siendo un gran éxito en Francia. Publicamos Un viejo que leía novelas de amor al año siguiente, y con ella se inició el idilio del autor con los lectores españoles. Otro tanto hizo el gran editor italiano y amigo, Luigi Brioschi, que apostó por él en Italia, y obtuvo una repercusión si cabe más espectacular.

Varios años y libros después, fue una suerte para mí asistir el pasado mes de octubre de 2019, en Milán, a la fiesta del 70 cumpleaños que el editor italiano le preparó. En su parlamento, Lucho contó cosas que recordadas ahora me emocionan por lo bien que lo retratan.

Se sentía afortunado por haber tenido tantos amigos, compañeros y camaradas, y ver en parte cumplido su gran sueño de reunirlos a todos en una mesa enorme para comer pasta con ellos y brindar.

Se sentía fuerte y vivo. Su viejo maestro, Francisco Coloane, decía que uno sabe que la vida y lo que hacemos en ella va bien si nota el viento en la cara. Lucho se sentía feliz porque él sentía ese viento cuando escribía, y vivía.

Y parecía sentirse en paz con su pasado cuando nos contó, cómo no, una historia. Una lectora le había contactado para aclarar una duda de su madre chilena: quería saber si él era el joven de veintitantos años que enseñaba y explicaba historias a los niños de un modesto poblado mapuche en 1973, cuando aparecieron los militares golpistas y lo esposaron. Ella y otros niños se interpusieron cuando se lo llevaban, para preguntarle al joven: «Pero cómo acaba la historia? ¿Se salva Sandokán?» Lucho se reconoció en ese joven, era él mismo quien tuvo el coraje de decirles a los niños, para sorpresa de quienes se lo llevaban: «No se preocupen, al final se salva Sandokán.»

Somos muchos los que también hemos estado en estas extrañas semanas pendientes de la UCI del Hospital Universitario Central de Asturias, y preguntándonos: ¿Se salva Luis? Desgraciadamente, el desenlace en la vida real ha sido bien jodido.

Vaya mi abrazo emocionado a Carmen, a sus hijos y nietos, a Ainhoa, y a Nicole Witt.

Juan Cerezo es editor de Tusquets.

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