Una inyección de humildad
En tiempos de confinamiento, podríamos fundar una cartografía de un mínimo universo cuyo centro es nuestro hogar
El lector de ficciones policiales, el detectivesco, tan frecuente en nuestros días, está habituado a leer con incredulidad, con una suspicacia a veces tan especial que incluso desconfía de Cervantes –¿será el asesino?– cuando dice no querer acordarse del lugar de la Mancha donde sitúa la acción. Y es que el lector detectivesco es capaz de todo, hasta de abordar las primeras líneas de Los detectives salvajes (“He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación”) y sospechar que Roberto Bolaño está en realidad ahí...
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El lector de ficciones policiales, el detectivesco, tan frecuente en nuestros días, está habituado a leer con incredulidad, con una suspicacia a veces tan especial que incluso desconfía de Cervantes –¿será el asesino?– cuando dice no querer acordarse del lugar de la Mancha donde sitúa la acción. Y es que el lector detectivesco es capaz de todo, hasta de abordar las primeras líneas de Los detectives salvajes (“He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación”) y sospechar que Roberto Bolaño está en realidad ahí diciéndonos que en las calles del Imperio Romano –donde, según Philip K. Dick, seguimos viviendo– basta con pronunciar la clave secreta (“realismo visceral”) para que enseguida conecten entre ellos los poetas de las catacumbas, los que conspiran contra el Imperio.
En las últimas semanas el lector detectivesco está cediendo el paso al lector pandémico
Ahora bien, en las últimas semanas el lector detectivesco está cediendo el paso al lector pandémico. Aunque el detectivesco sigue ahí –desconfía cada vez más de la narrativa oficial sobre el virus: tan aséptica y burocrática, tan llena de curvas, picos y porcentajes–, está viendo cómo le come terreno el pandémico; un tipo de lector con el que me identifico, porque últimamente no paro de leerlo todo abrumado por el estrés mediático de la crisis sanitaria. Ayer mismo, por ejemplo, estaba leyendo a David Foster Wallace (“Para los jóvenes de hoy los Toyota y los atascos de tráfico forman parte de la realidad y literalmente no podemos imaginar la vida sin ellos”) y me sobresaltó por un momento que DFW afirmara que no podíamos imaginar la vida sin atascos de tráfico cuando hacía semanas que se estaba demostrando lo contrario.
Y hoy, sin ir más lejos, he entrado en el ensayo que Jordi Soler dedica a los “microviajes” dentro de su literariamente invencible Mapa secreto del bosque (Debate) y como lector pandémico me he encontrado de inmediato a gusto. Porque hablaba ahí Soler de la pulsión atávica que sobrevive como un náufrago en nuestro disco duro, esa pulsión que llevaba a nuestros antepasados, hace noventa mil años, a explorar los alrededores de sus cuevas y asegurarse de que su familia tendría una noche tranquila. Y lo que proponía era que, como antídoto frente al gran desplazamiento que en teoría podría volvernos más ilustrados, nos dedicáramos a hacernos con un mapa, cuyo centro fuera nuestra casa, y empezáramos a caminar por las calles que la rodeaban, a cosechar experiencias de nuestro propio entorno, a ver lugares que nunca vimos con el necesario detenimiento. Proponía Soler en definitiva que fundáramos la cartografía de ese mínimo universo, cuyo centro es nuestro hogar. Una tarea, he pensado, para la que de momento, hallándonos en pleno confinamiento, quizás con la salida semanal para la compra sea suficiente para nosotros. ¿Por qué no? Una inyección de humildad. Un breve y razonablemente humilde viaje. Y al fin y al cabo un paseo que podría devolvernos a un ritmo de vida mejor del que llevábamos cuando íbamos en avión todo el rato a la Cochinchina.