La insistente
Seguimos teniendo tendencia a ir viviendo como si tuviéramos que vivir siempre y no dispusiéramos ni de un segundo para acordarnos de que hemos de morir
Dice Florence Delay en La Séduction brève —ensayos sobre sus escritores del alma; Ramón Gómez de la Serna y Pepe Bergamín entre ellos— que las páginas que recordamos cuando no las estamos leyendo, las frases y observaciones de otros que regresan como los recuerdos de otros sin que lo hayamos pedido, ya no pertenecen únicamente a la literatura, pues forman parte de nuestro ser igual que nuestros cambios de humor y siempre acabamos tratando de adivinar por qué se empeñan en tirarnos siempre...
Dice Florence Delay en La Séduction brève —ensayos sobre sus escritores del alma; Ramón Gómez de la Serna y Pepe Bergamín entre ellos— que las páginas que recordamos cuando no las estamos leyendo, las frases y observaciones de otros que regresan como los recuerdos de otros sin que lo hayamos pedido, ya no pertenecen únicamente a la literatura, pues forman parte de nuestro ser igual que nuestros cambios de humor y siempre acabamos tratando de adivinar por qué se empeñan en tirarnos siempre las mismas cartas.
Todo eso que vuelve y que “insiste en cada uno de nosotros” acaba conformando una especie de “familia insistente” que a ciertos lectores, a la manera de un agente secreto de sus vidas, les va gestionando todo. Y tanto es así que llegan incluso a infiltrarse, en esa reconfortante comunidad de la “familia insistente”, fragmentos que hemos escrito nosotros mismos, como el que hará veinte años incluí en un libro sobre París y donde nombraba las que consideraba razones básicas para la desesperación. Tal como ya intuí que podía suceder, el paso del tiempo no ha alterado en lo más mínimo esa lista y las razones siguen ahí inamovibles, tirándome siempre las mismas cartas, insistiendo: la volubilidad del amor; la fragilidad de nuestro cuerpo; la abrumadora mezquindad que domina la vida social; la trágica soledad en la que, en el fondo, vivimos todos; los reveses de la amistad; la monotonía que trae aparejada la costumbre de vivir.
La pandemia de estos días encaja en el segundo apartado, el de la fragilidad de nuestro cuerpo, pero es evidente que comunica con todos los demás, incluido el apartado último, el que habla de monotonía al vivir, aunque, a decir verdad, cuando se vive como en estos días en un pronunciado riesgo de muerte, ese sentimiento de monotonía puede incluso parecernos ridículo, aunque lo más probable es que sigamos desperdiciando buena parte de nuestra vida en futilidades. ¿La causa de esa propensión a tirar tanto el tiempo y a malgastarlo encima en una gran cantidad de ocupaciones tontas, como, por ejemplo, llevar una bitácora-tostón de nuestro confinamiento? Que seguimos teniendo tendencia a ir viviendo como si tuviéramos que vivir siempre y no dispusiéramos ni de un segundo para acordarnos de que hemos de morir, una realidad que estos días, de todos modos, aflora cada vez con mayor potencia, para sorpresa mayúscula de muchos. Ayer mismo le oía decir a un famoso de la tele que no había previsto nunca una tragedia como ésta, “tan fuerte y afectando a tanta gente”.
¿A tanta gente? ¡Pero si afecta a la totalidad de la humanidad! ¡Pero si es nada menos que la muerte, idiota! Y es precisamente sobre esa insistencia de la muerte de la que se ocupa a fondo Rilke ya desde el arranque mismo de Los cuadernos de Malte (en páginas a las que vuelve siempre mi “familia insistente”): “Así pues, ¿aquí viene a vivir la gente? Yo diría que aquí se viene a morir. He salido. He visto hospitales. He visto a un hombre que se tambaleaba y caía a tierra. La gente se ha agolpado a su alrededor y me ha ahorrado ver el resto…”.