La Casa Azul o la euforia del estribillo perpetuo

El reencuentro con Guille Milkyway tras ocho años sin disco se concreta en una noche de alboroto prolongado y muchos brazos al cielo

El músico catalán Guille Milkyway.

Nunca hay discos lo bastante buenos como para justificar esperas prolongadas hasta la desmesura. A Guille Milkyway acaba de sucederle con La gran esfera, vivificante regreso de La Casa Azul que no sirve como recompensa suficiente por los ocho años transcurridos desde La polinesia meridional. Pero como Guille es un tipo brillante y ubicuo a partes iguales, nadie le había retirado aún de sus oraciones y el reencuentro de anoche en la Ocho y Medio madrileña (hoy habrá segunda entrega) se convirtió en colectiva riada de efusivid...

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Nunca hay discos lo bastante buenos como para justificar esperas prolongadas hasta la desmesura. A Guille Milkyway acaba de sucederle con La gran esfera, vivificante regreso de La Casa Azul que no sirve como recompensa suficiente por los ocho años transcurridos desde La polinesia meridional. Pero como Guille es un tipo brillante y ubicuo a partes iguales, nadie le había retirado aún de sus oraciones y el reencuentro de anoche en la Ocho y Medio madrileña (hoy habrá segunda entrega) se convirtió en colectiva riada de efusividades y adrenalina. Pocas veces habíamos asistido a tantas apreturas en la pista de la plaza Barceló, y menos aún a tal profusión de achuchones, abrazos y dedos índices que apuntan hacia el cielo para subrayar esta euforia del estribillo perpetuo, un arte en el que el catalán ejerce un magisterio casi universal.

Milkyway escribe canciones de trasfondo triste que cobran cuerpo como expeditivos artefactos bailongos. Propiciar la euforia a partir de la melancolía no es una fórmula inédita, y por aquí la han exprimido bandas como Dorian con fortuna y ahínco. Pero la opción de La Casa Azul es más radical y expeditiva: los estribillos son una sucesión innegociable de notas agudas, apoteosis locas, despiporre sin hora límite para el regreso a casa. En este santuario laico se disputan el protagonismo entre Eros y Adonis, así que no es extraño que Guille se erija entre sus feligreses en objeto de adoración.

El fervor, como en todas las pasiones, está más justificado en unas ocasiones que en otras. El trío de oficiantes comparece con aparatosos auriculares blancos y gigantescas gafas oscuras, lo que confiere a sus rostros un aspecto entre robótico y enigmático, como unos Daft Punk mediterráneos. Pero lo menos alentador de las píldoras genuinamente electrónicas es que incurren en una cierta reiteración programática. O, por decirlo de una manera más gráfica, suspiran por emular a la Electric Light Orchestra de los años de Discovery, pero no pasan de recordarnos a los éxitos de, ejem, Fangoria.

Esas restricciones son aún más paradójicas si atendemos al pedigrí melómano de Milkyway, un artista muy documentado y tan exento de trabazones como para ganarse las habichuelas con reconstrucciones bien interesantes de Camilo Sesto o Nino Bravo. Pero cuando nuestro hombre de pantalones plateados se entrega a los placeres del chunda chunda, e incluso encadena piezas tan intrínsecamente gritonas como Sucumbir o Saturno, queda la sospecha de que se decanta por las opciones más evidentes y acomodadas.

Hay otra vertiente mucho más estimulante en el menú de LCA, la que se alimenta de ese pop cándido de los años sesenta, y que anoche propició momentos bien afortunados. Sucedió por vez primera con Siempre brilla el sol, más acústica y vagamente adscrita a los parámetros de los Beach Boys, y que encima arranca en estribillo. Y eso, amigos, siempre imprime carácter.

Por eso fue un gustazo, por ejemplo, reencontrarse con El momento más feliz y su brillante acumulación de elementos, ingredientes, tonalidades y hasta cambios de ritmo. O comprender que la dedicatoria “para Juan” en Esta noche solo cantan para mí no podía estar destinada a alguien distinto a Juan de Pablos. Es en esos momentos donde barruntamos la versatilidad musical, técnica y humana de este ídolo sobrevenido, sí, pero también justificado.

Como Guille es, recuerden, básicamente un pesimista, ayer alertó a los jovencitos soñadores sobre la “depredación en la música, una selva igual que la del mundo empresarial o de la política”. Pero fue una advertencia inútil en una noche eminentemente alborotada, en la que la excitación colectiva impedía el silencio siquiera en los escasos momentos en que el ritual lo demandaba. Porque no vamos a pretender moderación ante estallidos de hedonismo como Superguay o Cerca de Shibuya, por ejemplo: exaltaciones más o menos previsibles del dos por cuatro. Pero los pasajes puntuales de Guille solo frente al teclado (Yo también) acaso merecerían una atención más cuidadosa.

Conocedor de su momento dulce, el artífice de esta morada azul (el color, recuerden, de la tristeza) no escatimó munición, ahora que el lenguaje bélico anda de moda. Suministró 28 canciones, el catalogo casi al completo; prolongó la comparecencia muy por encima de las dos horas y se guardó como antepenúltima bala La revolución sexual, maravilloso himno a las libertades individuales y a una diversidad que saltaba a la vista y las epidermis a poco que dirigiéramos la mirada hacia cualquier rincón. Con tanto talento, discurso y buenas intenciones, acaba dando un poco de rabia que Guille Milkyway también recurra a algún atajo estilístico innecesario.

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