Las tertulias que nunca más tendrán lugar

Calvo Serraller nos cautivaba a todos con su forma tan ingeniosa de hablar de arte y de cultura

Francisco Calvo Serraller, en febrero de 2001, en la sede de la Academia de Historia.MVL

No hace mucho, cenando en mi casa Paco Calvo Serraller y Blanca Muñoz, me pidió el profesor, como le llamábamos, que le bajara de la biblioteca algunos libros suyos pendientes de dedicatoria. Aproveché para devolverle los últimos que me había dejado —curiosidades de la historiografía del arte— entre ellos el que escribiera Julián Gállego sobre la condición liberal de los artistas clásicos, tema recurrente de nuestras conversaciones en las que arte, cultura, filosofía, derecho y actualidad política se entremezclaban durante horas...

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No hace mucho, cenando en mi casa Paco Calvo Serraller y Blanca Muñoz, me pidió el profesor, como le llamábamos, que le bajara de la biblioteca algunos libros suyos pendientes de dedicatoria. Aproveché para devolverle los últimos que me había dejado —curiosidades de la historiografía del arte— entre ellos el que escribiera Julián Gállego sobre la condición liberal de los artistas clásicos, tema recurrente de nuestras conversaciones en las que arte, cultura, filosofía, derecho y actualidad política se entremezclaban durante horas, las tertulias que nunca más tendrán lugar.

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Paco poseía un fondo humano extraordinario.Tímido pero educado y amable como pocos, distante a veces con los extraños, cariñoso con los próximos, intenso y crítico siempre, a todos nos cautivaba con su forma tan ingeniosa de hablar de arte y de cultura, tan diferente de la de los demás historiadores y críticos.

Cuando se acordaba constantemente de Cristina Rodríguez Salmones y cuando depositada de modo tan delicado su brazo en Blanca Muñóz, mostraba el profesor esa cara humanísima y sensible del intelectual que, mas allá de su sabiduría, vive del recuerdo y de la compañía. Pienso que el impacto de la muerte súbita de su queridísima hija Marina y de la de su longevo padre, casi todo de golpe, y aun más cerca la de amigos tan queridos como Eduardo Arroyo, a los que nunca les faltó una necrológica, quebraron las ganas de vivir del maestro, abrieron su alma a la melancolía y su cuerpo a la vulnerabilidad que la enfermedad traidora aprovecha para extender sus tentáculos mortales y fulminar a los seres humanos sin piedad en cuestión de meses.

Me quedo con su disposición a compartir sus conocimientos, con la experiencia de su vida, con la sagacidad de la palabra clarividente. Me quedo con su compromiso con la democracia, las libertades y el progreso. Me quedo, sobre todo, con la amistad fiel, la lealtad incondicional y con tantos momentos felices compartidos en torno a los palillos chinos del “menú del profesor”, los viajes a Dresde, a Colonia y otros lugares de la mano de su querido Museo del Prado. Ya le noté algo cansado hace poco más de un año en su investidura como doctor honoris causa en Salamanca y he asistido al entusiasmo que puso en los esfuerzos de los últimos meses. En la cena de su 70º aniversario, en la colaboración en el catálogo de la exposición de arte y arquitectura de Bankinter, en la muy reciente exposición de Blanca o, en fin, en su intervención hace solo unos días en el homenaje a Manuela Mena. También en la generosidad de sus ultimas disposiciones.

Privilegio de los elegidos, ha tenido Paco, dentro de todas las desdichas, la lucidez de mente y la fuerza de ánimo final que nos seguirán asombrando —y acompañando— siempre.

Rafael Mateu de Ros es Doctor en Derecho.

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