Soy latina

Es difícil llegar a un país y recibir la desconfianza

Desde mañana, tendré un interludio en este invierno del sur. Me voy unas semanas al norte, a Europa, hacia allá donde esto se lee. Voy a un festival literario en Dinamarca. Estoy de malhumor porque muchas personas ya me preguntaron si viajo sola. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que me falta un macho dominante capaz de o bien acompañarme o bien no permitirme tanto paseo? ¿Quiere decir que debo cuidarme como una niñita? ¿Tratan de hacerme sentir culpable porque no llevo conmigo a mi pareja?

En fin, mejor ocuparse de la maleta. Mientras me anoto en la palma de la mano todo lo que no debo olvidarme...

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Marcos Balfagon

Desde mañana, tendré un interludio en este invierno del sur. Me voy unas semanas al norte, a Europa, hacia allá donde esto se lee. Voy a un festival literario en Dinamarca. Estoy de malhumor porque muchas personas ya me preguntaron si viajo sola. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que me falta un macho dominante capaz de o bien acompañarme o bien no permitirme tanto paseo? ¿Quiere decir que debo cuidarme como una niñita? ¿Tratan de hacerme sentir culpable porque no llevo conmigo a mi pareja?

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En fin, mejor ocuparse de la maleta. Mientras me anoto en la palma de la mano todo lo que no debo olvidarme pienso en los insoportables aeropuertos que me esperan. Una queja, lo sé, que entra en la categoría de problemas de persona del Primer Mundo, pero yo no lo soy: soy una persona del tercer mundo que viaja seguido al primero. Y cada entrada tiene sus particularidades. En Nueva York, hace poco, llevaba conmigo una lista de abogados de derechos humanos por si no me dejaban entrar. Los que me invitaban estaban desesperados y paranoicos porque Trump recién había sido elegido. Sin embargo, fue la llegada a Estados Unidos más amable que tuve en toda mi vida. Un poco decepcionante: ¡después de todo, soy latina! Años antes, cuando visité el Sur con mi pareja, me di cuenta de lo poderoso que es su pasaporte (australiano): él pasaba por migraciones como si nada y yo rezagada dando explicaciones. Una vez, en Dallas, cometí el error de contestar que ingresaba para trabajar: iba a hacer una entrevista que sería publicada en Argentina. No me empleaba nadie en Estados Unidos pero me puse nerviosa, farfullé y terminé en un cuartucho con otra gente nerviosa y en más problemas que yo. Es difícil llegar a un país y recibir la desconfianza. En Holanda, hace poco, debatieron durante varios minutos sobre lo breve de mi estadía. ¡Es que me invitaron por menos de una semana!, les imploraba. Y ellos me miraban adustos y acariciaban el pasaporte como si ocultara algo ahí. Por supuesto, los ciudadanos de otros países más “sospechosos” que la Argentina la pasaban peor. Entiendo la seguridad, de verdad, pero no entiendo por qué tienen que hacerte sentir una mierda.

Odio, también, tener que poner los líquidos en compartimientos de plásticos. La eficiencia robótica requerida ante las máquinas de seguridad me reduce a lágrimas demasiado seguido. La falta de ayuda, de contención y de explicaciones amables que suele abundar en los aeropuertos, convertidos en teatros de guerra, habla terriblemente mal de cómo estamos viviendo, y eso a pesar de que quienes tenemos el lujo de volar somos los privilegiados de este mundo. Y si saber de ese privilegio, saber que no estamos en la sala de máquinas de un barco muertos de miedo en un océano interminable, ni cruzando un desierto cuidándonos de predadores animales y humanos, ni pidiendo unas monedas en alguna esquina turística, si nosotros, los que conseguimos los números buenos en esta lotería humana nos tratamos tan mal, da mucha tristeza.

Siempre me pone melancólica dejar a mi compañero, mis libros, mi gato. ¿Me gusta viajar? Mucho. También me gusta volver.

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