Crítica

La noche de las ‘Olgas’ en el Canal

Dos propuestas muy diferentes se ofrecen el mismo día en espacios alternos de los Teatros de Canal

La bailaora Olga Pericet en su espectaculo 'La espina que quiso ser flor o la flor que soñó con ser bailaora'. Jaime Villanueva

En la sala negra de los Teatros del Canal la coreógrafa Olga de Soto (Valencia, 1972) presenta la sesión titulada Una introducción, a medio camino entre la conferencia y la performance, y donde el argumento es una indagación personal sobre el ballet La mesa verde (1932) de Kurt Jooss (Aalen, 1901 – Heilbronn, 1979). Haciendo honor a la verdad y rechazando esa tendencia tan de hoy de que todo lo anterior no es válido, hay que decir que ya en Madrid en 1991, con ocasión de las celebraciones internacionales por el 90º aniversario del nacimiento del coreógrafo, el festiv...

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En la sala negra de los Teatros del Canal la coreógrafa Olga de Soto (Valencia, 1972) presenta la sesión titulada Una introducción, a medio camino entre la conferencia y la performance, y donde el argumento es una indagación personal sobre el ballet La mesa verde (1932) de Kurt Jooss (Aalen, 1901 – Heilbronn, 1979). Haciendo honor a la verdad y rechazando esa tendencia tan de hoy de que todo lo anterior no es válido, hay que decir que ya en Madrid en 1991, con ocasión de las celebraciones internacionales por el 90º aniversario del nacimiento del coreógrafo, el festival Madrid en Danza publicó un libro-catálogo con varios ensayos dedicados a Jooss (entre ellos los todavía hoy utilísimos de Antonio Sánchez Casado y Marjolijn van del Meer), textos propios del coreógrafo por primera vez traducidos al castellano, cronologías exhaustivas y un valioso álbum de fotos cedido por su hija, Anna Markard Jooss, que se mostró entonces entusiasmada con la idea de que en España se prestara por fin atención a su padre; otro elemento fundamental de la publicación no venal era la entrevista íntegra hecha al primer bailarín de Jooss, Hans Züllig (Rorschach, Suiza, 1914 – Essen, 1992) por Jesús Castañar y primero publicada parcialmente en el desaparecido periódico El Sol en febrero de 1991. La mesa verde y sus imperecederos valores pasaron así al imaginario colectivo de la modesta danza contemporánea española; Züllig dio un curso en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

En febrero de 2017 tuve ocasión de escuchar disertar a Claudio Schellino en Roma, máxima autoridad actual en el montaje de La mesa verde, mientras se proyectaba la filmación hoy histórica, del Joffrey Ballet. Schellino sostiene que los valores de este ballet están intactos y son actuales, que su trascendencia es una prueba más de su calidad artística; él mismo ha sido el responsable de las reposiciones de La mesa verde, entre otras compañías, para el Joffrey Ballet, el American Ballet Theatre, el Ballet Nacional de Polonia, el Ballet Vlaanderen e Introdans. No le falta razón y Olga de Soto abona en esta tesis, aunque su exposición, micrófono en mano, resulta a la postre algo fragmentada y no demasiado comunicativa con el espectador. Ayer el público que llenaba la grada de la sala negra se mostró muy atento a la exposición de una historia donde concurre el arte de la danza y el ballet modernos con las tensiones y tragedias históricas. En un rodillo proyectado se suceden nombres de bailarines de todas las épocas que han bailado La mesa verde, y aparece el de la actriz italiana Silvana Mangano (Roma, 1930 – Madrid, 1989). ¿Cómo puede ser esto? Pues sí. Mangano se formó como bailarina con Jia Ruskaja (nombre artístico de Eugenia Borisssenko) y Giuliana Penzi en la matriz de lo que es hoy la Accademia Nazionale di Danza de Roma; Ruskaja invitó a Jooss y a Jean Cébron muy temprano, en la posguerra, a trabajar en la sede del Aventino, y allí se bocetó una Mesa verde con ciertas vicisitudes y tropiezos.

En la sala roja del Canal, una hora después, Olga Ramos Pericet (Córdoba, 1975) presentaba su nuevo espectáculo La espina que quiso ser flor o la flor que soñó con ser bailaora, con dirección escénica de Carlota Ferrer. Siendo el día del estreno ayer viernes 9 y con funciones que se extienden hasta el próximo día 11, inexplicablemente, los programas de mano se agotaron (tampoco el teatro estaba lleno) a los pocos minutos de entrar el público (lo que conllevó a protestas justificadas), de modo que me faltan detalles documentales sobre los que me habría gustado extenderme (nombres de los cantaores y guitarristas, diseñador del vestuario, nombre del excelente bailaor acompañante). Olga Pericet demuestra sus tablas y se gana al público con su manera cercana y casi coloquial de bailar un flamenco bastante ligero y formalista; no hay mucho poso de gravedad ni aquello que se denomina jondo, pues su baile de escuela se mantiene en los márgenes escolástico de su formación, bien entendidos, y apenas lo desborda en algunos chispazos ocasionales que el público captó y aplaudió. El espectáculo, que llega a Madrid ya premiado en Jerez, no es redondo ni mucho menos, es agotadoramente reiterativo y largo en exceso: casi dos horas de concierto; con 20 o 25 minutos menos el impacto habría sido seguramente mayor. Las luces y el movimiento escénico ayudan, arropan a la protagonista, que al principio patina en una especie de introducción que quiere ser moderna o performativa y no es nada reseñable; en ese tramo, se burla Pericet jacarandosamente de las bailarinas de Escuela Bolera y se pone por montera la tradición, cabe preguntarse por qué. Después se encamina por lo que sabe hacer y el asunto mejora. En un momento dado de la escena final, una guitarrista saca un pintalabios y un espejito y se pinta la boca. Recibió un grito del público, como una bofetada: “¡Guapa!”. Después Pericet sale a escena con un desnudo sutil, elegante e iluminado de manera rasante y nada provocativa. Fue un cierre intencionadamente intimista.

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