Crítica | Autobiografía de un yogui

El karma tira al monte

El Brujo cuenta, danza y entrevera de chistes la iniciación de Paramahansa Yogananda, guru que sembró el yoga en Occidente

El actor Rafael Alvarez 'El Brujo', durante un ensayo de 'Autobiografía de un yogui'.Rodrigo Jiménez (Efe)

“Como se me olvidó hacer parte del principio de la obra, la represento ahora”, dice Rafael Álvarez, El Brujo, pasado ya el ecuador de Autobiografía de un yogui. Y va y mete a capón pero con garbo la escena omitida. Durante su relato giróvago, el actor elisano nos lleva de Lucena a Benarés, de la infancia de Paramahansa Yogananda a la suya propia, de la India de los vedas a la sesión parlamentaria donde se votó hace unos días la ley de secesión catalana. “Me he perdido”, ironiza, desatando la carcajada general.

En el tablero del teatro, los espectáculos de El Brujo corr...

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“Como se me olvidó hacer parte del principio de la obra, la represento ahora”, dice Rafael Álvarez, El Brujo, pasado ya el ecuador de Autobiografía de un yogui. Y va y mete a capón pero con garbo la escena omitida. Durante su relato giróvago, el actor elisano nos lleva de Lucena a Benarés, de la infancia de Paramahansa Yogananda a la suya propia, de la India de los vedas a la sesión parlamentaria donde se votó hace unos días la ley de secesión catalana. “Me he perdido”, ironiza, desatando la carcajada general.

Autobiografía de un yogui

Adaptador, director e intérprete: Rafael Álvarez El Brujo, a partir de la obra de Paramahansa Yogananda.

Música en vivo: Javier Alejano. Vestuario: Gergonia Moustellier. Luz: Miguel Ángel Camacho.

Madrid. Teatro Alcázar, hasta el 12 de noviembre.

En el tablero del teatro, los espectáculos de El Brujo corren a salto de caballo. El relato progresivo de las andanzas místicas de Yogananda, se ve interrumpido gozosamente cada dos por tres por observaciones bienhumoradas de su adaptador e intérprete, por recuerdos de su niñez, por alusiones al aquí y ahora de la representación, que puede durar más o menos según ande de inspirado el artista. “Este es el momento más delicado, pero me dan ganas de machacarlo con un chiste”, asegura, antes de proseguir su relato muy en serio.

Sus incursiones por los cerros de Úbeda (alguna de las cuales hace saltar lágrimas de risa) no impiden que, poco a poco, vaya trenzando el relato de la genealogía del gurú que propagó la práctica yóguica por Occidente. Durante la función, formidable ejercicio memorístico (¿Cuándo aceptará la Real Academia Española la palabra mnémico, bien formada y muy extendida en el ámbito psicológico?), El Brujo habla con buena fe de yoguis que, de tan luminosos, no aparecen en las fotos, no proyectan sombra ni dejan huellas.

Para rebajar el caldo de cultivo místico, cuántico y poético, el actor pone pie a tierra cordobesa, imita al cura de su pueblo y lo pone todo perdido de chanzas, a cual más salerosa, en un alarde de extrañamiento que hubiera hecho caer el puro de la boca de Bertolt Brecht. ¡Y su manera de interpretar!: danzando el texto, convirtiéndolo en imagen cinética, dándole una musicalidad inusitada. Javier Artiñano puntea su actuación tañendo en vivo instrumentos orientales.

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