Padres confusos, niños precoces

La serie 'Big Little Lies' nos muestra cómo se consume música en el siglo XXI

Llevamos años quejándonos de la escasez de programas musicales en televisión. Técnicamente es cierto, pero el lamento tiende a olvidar la abundancia de otros espacios televisivos donde la música tiene protagonismo y –atención- es tratada con respeto.

Pienso en series como Big Little Lies (HBO), uno de los éxitos de 2017, a pesar de que su argumento podría reducirse a “los pijos también sufren”. Pero también funciona como caramelo para los ojos; el fondo –Monterrey, en California- resulta tan seductor como las mansiones de los p...

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Llevamos años quejándonos de la escasez de programas musicales en televisión. Técnicamente es cierto, pero el lamento tiende a olvidar la abundancia de otros espacios televisivos donde la música tiene protagonismo y –atención- es tratada con respeto.

Pienso en series como Big Little Lies (HBO), uno de los éxitos de 2017, a pesar de que su argumento podría reducirse a “los pijos también sufren”. Pero también funciona como caramelo para los ojos; el fondo –Monterrey, en California- resulta tan seductor como las mansiones de los protagonistas.

El director, Jean-Marc Vallée, ha jugado con todas las cartas marcadas del moderno cine de suspense: elipsis, imágenes desenfocadas, falsas pistas, audio que sube y baja. Vallée, que firma los siete capítulos de la primera temporada, se describe como “un dj que hace cine”.

En Big Little Lies no hay score, ningún compositor que haya confeccionado música incidental. Todo lo que suena proviene de grabaciones ya existentes. Y cada canción lleva contrabando: comenta la escena o describe el estado emocional de determinado protagonista.

Ahí surge el más fascinante de los secundarios: Chloe Mackenzie, una niña que ama pinchar para sus amigos y su familia. No debería sorprendernos: rápidamente nos informa que su vocación pasa por convertirse en jefa de una gran discográfica.

Discúlpenme por hablar de “discos” y de “pinchar”. En Big Little Lies se vive en la era Apple: la música suena en iPods, teléfonos inteligentes, tabletas, ordenadores. No se usan los discos ni como decoración.

¿Y qué es lo que suena? Soul fino, electrónica discreta, cantautores estilizados, clásicos de la California hippy. Y si eso último les resulta anacrónico, recuerden que Spotify o servicios similares amontonan presente y pasado; efectivamente, todo es ahora.

Igual ocurre con la oferta menos legal que acoge YouTube. Ziggy, el compañero musiquero de Chloe, localiza allí la versión a capela de White Rabbit, el himno psicodélico de Jefferson Airplanne. Ziggy (nombre por cortesía de David Bowie, aunque en la novela original venía de Ziggy Marley) usa la música para relacionarse con el mundo: ha crecido sin noticias de su padre y atormenta a su madre con esa amarga requisitoria que es Papa was a Rolling Stone, de The Temptations.

Los individuos de Big Little Lies viven en una medio social que requiere conocimientos de cultura pop: así, el patinazo de confundir a Sade con Adele sugiere que las pretensiones de liderazgo de Madeline, la madre de Chloe, están condenadas a fracasar.

Dicen que California practica el modo de vida que se impondrá al poco en el resto del mundo desarrollado. Si es así, prepárense para la efebocracia. La vida de estas familias ricas gira alrededor de sus retoños. Y estos mandan más de lo que parece.

Cuando los mayores montan una fiesta benéfica, incluyen un concurso de imitadores de Elvis. Uno de ellos quiere cantar Suspicious minds. Chloe tuerce el morrillo: demasiado obvio, debería interpretar Pocketful of Rainbows, un tema menor de la película G. I. Blues (1960). El padre se revuelve: “Pero si ni siquiera está en los karaokes”. Precisamente, remata Chloe, eso lo hace la elección perfecta. Caramba: estos hipsters cada vez son más jóvenes.

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