Despertó el volcán de Manuel Padorno

La editorial Pre-Textos comienza a publicar la obra completa del poeta canario

Manuel Padorno junto al mar en 2001.EL PAÍS

Manuel Padorno dormía de día, como Juan Carlos Onetti, para olvidar que en Madrid, donde vivía, no había mar. Y vivía de noche, como si así oyera el oleaje suave de la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria, donde se hizo. Nació en Tenerife, en 1933, y murió en Madrid en 2002, poco antes de un recital de poesía en el que había juntado a amigos suyos, como Francisco Brines y ...

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Manuel Padorno dormía de día, como Juan Carlos Onetti, para olvidar que en Madrid, donde vivía, no había mar. Y vivía de noche, como si así oyera el oleaje suave de la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria, donde se hizo. Nació en Tenerife, en 1933, y murió en Madrid en 2002, poco antes de un recital de poesía en el que había juntado a amigos suyos, como Francisco Brines y Arturo Maccanti, de la misma generación. Estaba en Madrid, de paso, porque a mediados de los años ochenta volvió a esa playa. Entonces estalló el volcán poético que llevaba dentro.

Padorno viajó a Madrid, para quedarse, con su mujer, Josefina Betancor, a mediados de los 60, buscando horizonte con amigos suyos como Martín Chirino y Manuel Millares. Hizo aquí muchos oficios; en el de editor, por ejemplo, fue un ejemplar único, si acaso como Carlos Barral: publicó a todos sus contemporáneos, desde José Manuel Caballero Bonald a José Ángel Valente, pero se ocultó a sí mismo. Era generoso, nada competitivo, y en esas noches onettianas en las que escribía, llenó folios, cuadernos, paredes. Hizo una vida poética estrictamente secreta y absolutamente volcánica, pero silenciosa. El volcán se durmió, hasta que a mediados de los 80 volvió a la playa, compró una casa que parece un barco junto a la arena y ya no dejó de escribir, publicar, pintar, vivir la noche como si no hubiera luz nunca más. La muerte lo halló en plena efervescencia, y su familia (su mujer y sus hijas Ana y Patricia) no permitieron que cesara la lava que calentó el volcán Padorno.

Pre-Textos y Tusquets, entre otras editoriales, le dieron curso al volcán, hasta ahora mismo. Nunca un poeta de su generación (en la que están los citados además de Luis Feria, su paisano, editado también por Pre-Textos, y por él; Jaime Gil de Biedma, Carlos Sahagún o José Agustín Goytisolo) escribió tanto y publicó con tanta profusión. Y él lo ha hecho, sobre todo, después de muerto, como si el volcán hubiera despertado justo después de haberse ocultado para siempre el ser humano que le insuflaba la increíble energía con la que ahora aparece. La última muestra de esa pasión poética, que combinó con la pintura, también atraída por la perfección del mar, es la que acaban de dar a la luz Pre-Textos y la Fundación Cajacanarias. La editorial valenciana y la entidad canaria han editado juntas el primer volumen de su poesía completa; aún quedan tres volúmenes más, de similar entidad (el primero tiene cerca de 900 páginas), y el último contendrá únicamente obra inédita, dispersa entre los papeles que Padorno almacenaba junto con los vestigios marinos que guardaba en casa como si quisiera tener siempre junto a sí el océano.

Esta energía de la naturaleza canaria dio de sí muchísima poesía, y muchísimo silencio; trabajaba (de noche) como un orfebre, pero tenía el talento que a un lector tan desmesurado “le da el ser riguroso, autoexigente”, como dijo su colega Jaime Siles en la presentación de ese primer volumen, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. “Padorno”, dijo Siles, “era un territorio, un artista al que animó siempre la voluntad de una escritura insular”. Era, dijo también, “un desobediente radical”, por eso se desvelaba cuando quería, ignoraba los preceptos “y nunca siguió las modas”. La edición del primero de estos volúmenes es de Alejandro González Segura, que quiso “poner al poeta en su sitio”, en la isla de la que nunca se fue ni en sueños. El editor Manuel Ramírez se sintió feliz de ser tan riguroso en su edición como lo fue el propio Padorno editando a tantos otros.

En la sala estaban Josefina Betancor, editora con él, y sus hijas, Ana y Patricia. Ese volcán Padorno estaría callado aún si estas mujeres no hubieran juntado los papeles dispersos de este poeta del mar que en Madrid vivió exiliado del olor del océano y que estalló cuando volvió a la orilla de la que ya no salió sino para simular que viajaba. Y para morir.

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