CRÍTICA | LA VIUDA ALEGRE

Todos queremos a Hanna

Emilio Sagi aproxima la opereta bailada a los gustos del público familiarizado con la comedia musical anglosajona

Un siglo atrás, antes de que dos guerras mundiales se llevaran su hegemonía por delante, Europa era exportadora neta de musicales. La opereta bailada La viuda alegre (Viena, 1905) fue un superéxito tanto en Londres (778 representaciones dos años después) como en Broadway, donde fue imitada largamente y contribuyó a reforzar la idea de que la coreografía había de ser medular en la comedia musical norteamericana. Con esta producción propia, aligerada de números, de trama (a riesgo de dejar el argumento, ya delgado de por sí, en los huesos) y de grosor lírico, ...

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Un siglo atrás, antes de que dos guerras mundiales se llevaran su hegemonía por delante, Europa era exportadora neta de musicales. La opereta bailada La viuda alegre (Viena, 1905) fue un superéxito tanto en Londres (778 representaciones dos años después) como en Broadway, donde fue imitada largamente y contribuyó a reforzar la idea de que la coreografía había de ser medular en la comedia musical norteamericana. Con esta producción propia, aligerada de números, de trama (a riesgo de dejar el argumento, ya delgado de por sí, en los huesos) y de grosor lírico, Emilio Sagi acerca un género otrora popularísimo a los hábitos del público familiarizado con el musical anglosajón.

La viuda alegre

Autores: Léon, Stein y Lehár. Versión: Enrique Viana. Director: Emilio Sagi. Madrid: Teatros del Canal, hasta el 17 de enero. Pamplona: Baluarte / Auditorio de Navarra, 22 y 23 de enero.

El tirón es la presencia protagonista de Natalia Millán, que encabeza un elenco donde el número de voces ejercitadas en el teatro musical es mayor que el de voces líricas. La rebaja consiguiente del vuelo de dúos y tríos, se compensa con el dinamismo espirituoso que adquieren los números corales, sobre todo en ese tercer acto en Maxim’s, donde admira la manera en la que todos bailan y cantan a la vez. En momentos tales es cuando cristaliza mejor el intento de confluencia entre opereta y comedia musical. La función, entretenida y de buena factura visual (espléndidos, la escenografía de Bianco, que parece a la vez estación, gran hotel y palacio, y los figurines de Schussheim, faldas para los caballeros incluidas), cumple, además, su cometido divulgativo.

En lo canoro, destaca el poderoso Danilo del barítono Antonio Torres, y llaman la atención los saltos frecuentes y sin solución de continuidad del registro lírico de unos al mucho más ligero de otros. Un experimento, en suma, que, aunque no fructifique del todo, tampoco le estalla a nadie en las manos: se ve con agrado.

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