Pintando nuestra habitación sin ti

'Entre las luces y las sombras: libertad', respira convicción, intimidad, violencia soterrada y calidad formal

La actriz María José Pire en la obra 'Entre las luces y las sombras : libertad'.Marta Blanco

Oscar Dasí se tiende cuan largo es; Getsemaní de San Marcos, se coloca detrás, bajo una luz centelleante. “Vamos a repetir, ya que estamos en familia”, interrumpe Carlos Marquerie, el director, desde el banquillo. Vuelta atrás: un estruendo de gravera acompaña la luz de playa, la actriz se quita su prenda más íntima, se acuclilla y tira de Dasí por la cabeza, hasta ponerle la tapa de los sesos en contacto con su sexo.

Marquerie, pintor de espectáculos, recrea, como su querido Lucas Cranach, el cuerpo vestido y desnudo, en quietud o en movimiento lento. De San Marcos, tumbada cual Dios l...

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Oscar Dasí se tiende cuan largo es; Getsemaní de San Marcos, se coloca detrás, bajo una luz centelleante. “Vamos a repetir, ya que estamos en familia”, interrumpe Carlos Marquerie, el director, desde el banquillo. Vuelta atrás: un estruendo de gravera acompaña la luz de playa, la actriz se quita su prenda más íntima, se acuclilla y tira de Dasí por la cabeza, hasta ponerle la tapa de los sesos en contacto con su sexo.

ENTRE LAS LUCES Y LAS SOMBRAS: LIBERTAD

Autor y director: Carlos Marquerie. Teatro Pradillo. Hasta el 25 de enero.

Marquerie, pintor de espectáculos, recrea, como su querido Lucas Cranach, el cuerpo vestido y desnudo, en quietud o en movimiento lento. De San Marcos, tumbada cual Dios la trajo, y María José Pire, sentada sobre sus pantorrillas, envueltas ambas progresivamente en sendas mantas térmicas, se transforman aquella en escultura viviente de Mummenschanz y esta en una Winnie, sobresaliendo de su montón de basura plateada sin la sonrisa del autoengaño.

Entre las luces y las sombras: libertad, respira convicción, intimidad, violencia soterrada y calidad formal. Entre sus escenas, alguna evoca sutilmente las composiciones de Tamara de Lempicka, otra tiene un clima hopperiano (tumbona aparte) con mujer arrodillada, sol poniente y notas de saxo tenor; en todas hay una asimetría en el tratamiento de los cuerpos (varones vestidos, mujeres desnudas o cuasi) heredera de la de los impresionistas, y en varias, un perceptible hálito tenebrista. El monólogo de Miguel Ángel Altet está en tensión con una luz cenital abrasadora que transforma el rostro limpio del intérprete en una faz de duermevela o de pesadilla. El número de Elena Córdoba con Altet, sorpresa, evoca una popular entrada de payasos.

Las obras de Marquerie no son para todos los públicos ni para todos los días. En la función del domingo, esta congregó solo dos espectadores, que nos paseamos por ella como por una exposición a galería cerrada, sin miradas que estorbasen la nuestra y sin tener que negociar la perspectiva. En resumidas cuentas, un trabajo delicado, contemplativo, con instantes fatigosos (la escena de Altet y San Marcos echándole su aliento palmo a palmo se hace más larga que la Guerra de los Cien Años), delineado a vista de atalaya, con un final irrepetible: una tromba de agua que hizo atronar repentinamente la cubierta y los canalones de la Sala Pradillo, confluyó con la lluvia de luz solar que durante ese momento exacto del epílogo devuelven los miles de espejitos con que se recubre el vestido largo del giróvago Dasí.

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