Opinión

Inmadurez quelonia

La actriz Megan Fox en la película 'Tortugas Ninja'.

Las Tortugas Ninja acceden al clímax de su película en un ascensor que les llevará a la azotea donde se librará la batalla final. Durante el breve trayecto, una de ellas empieza a tararear una base de percusión. Al rato, sus compañeros se han unido a ese pequeño desahogo musical antes de salir a repartir mamporros. Es un momento deliberadamente idiota que capta la esencia de esos personajes: una mutación sí, pero no entre la naturaleza quelonia y la humana, sino entre la retórica épica de la historieta de superhéroes y la despreocupada y benigna inmadurez de su lector adolescente. En su día, K...

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Las Tortugas Ninja acceden al clímax de su película en un ascensor que les llevará a la azotea donde se librará la batalla final. Durante el breve trayecto, una de ellas empieza a tararear una base de percusión. Al rato, sus compañeros se han unido a ese pequeño desahogo musical antes de salir a repartir mamporros. Es un momento deliberadamente idiota que capta la esencia de esos personajes: una mutación sí, pero no entre la naturaleza quelonia y la humana, sino entre la retórica épica de la historieta de superhéroes y la despreocupada y benigna inmadurez de su lector adolescente. En su día, Kevin Eastman y Peter Laird concibieron a sus Tortugas Ninja Mutantes Adolescentes como una suerte de diálogo de fan con la excelencia expresiva que estaban alcanzando las historietas de superhéroes de Frank Miller: por supuesto, nunca llegaron a la altura del maestro, pero, como contrapartida, crearon su propio fenómeno de la cultura popular, su mitología intrascendente y portátil que pronto dejó de funcionar como parodia para convertirse en discurso autónomo.

Se ha intentado explicar el triunfo de los personajes como una conquista del underground: en realidad, la labor de Eastman y Laird no tenía nada de contracultural y mucho de avanzadilla de una cultura del aficionado que empezaba a tomar posiciones en la industria cultural. Que los personajes hayan alcanzado su corporeidad más convincente en una producción de Michael Bay, dirigida por el nunca inspirado Jonathan Liebesman, protagonizada por una Megan Fox reformulada como golosina infantil, y con una de esas decisiones de casting que son un spoiler en sí mismas —William Fichtner—, es algo parecido a un apoteósico final del camino: al final la cosa no iba de discutir la mitología superheroica, sino de integrarse en ella. La película cumple con su función de refundar la mitología para la era del blockbuster sobresaturado, pero quien no simpatice con el material de partida sólo encontrará una brillante escena de acción —la persecución nevada en descenso— a la que agarrarse.

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