De zapatos y columnas

Yo confieso. El día que El Gran Jefe me pidió que escribiera esta columna me temblaron las rodillas. Un poquito por lo menos. Qué impresión, qué guay, qué susto. No sé qué me daba más miedo-angustia-faltade-aire-en-los-pulmones, si las críticas desde fuera, los dardos desde dentro o mis propias fustigaciones (y sin contar las de mi madre, claro, que en estos asuntos se coloca en el top one y de ahí no la mueve nadie). Así que, sin que la ropa me llegara todavía al cuerpo, al día siguiente tuve claro qué era lo único que se podía hacer para superar el trance y me compré los primeros ...

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Yo confieso. El día que El Gran Jefe me pidió que escribiera esta columna me temblaron las rodillas. Un poquito por lo menos. Qué impresión, qué guay, qué susto. No sé qué me daba más miedo-angustia-faltade-aire-en-los-pulmones, si las críticas desde fuera, los dardos desde dentro o mis propias fustigaciones (y sin contar las de mi madre, claro, que en estos asuntos se coloca en el top one y de ahí no la mueve nadie). Así que, sin que la ropa me llegara todavía al cuerpo, al día siguiente tuve claro qué era lo único que se podía hacer para superar el trance y me compré los primeros manolos de mi vida.

Si es que se veía venir, no tenía escapatoria. La cultura popular, el momento remember de aquellas series de los primeros 2000, la inocentona de Carrie Bradshaw, la venta especial e irrepetible que llegó a mi correo como agua de julio y el autohomenaje correspondiente (¿a ti te dan una columna todos los días? Pues a mí tampoco, no) me hicieron encaminarme —en cómodas manoletinas, eso sí— a comprarme los que he decidido que sean los zapatos de mi vida (o por lo menos de la boda de mi prima del año próximo).

El flas manolil me vino eso, como un flas. Yo creo que la portada de ¡Hola! me había dejado tocada. Carrie y La Prey, qué flas. Perdón, Sarah Jessica Parker e Isabel Preysler, juntas, y con las caras tan níveas como si hubieran estallado ante ellas media docena de aquellas bombillas de las cámaras de fotos de los años treinta. Qué palidez, espectral. Y qué mezcla. Lo que no consigan los grifos y las encimeras (príncipe Carlos de Inglaterra mediante) no lo consigue nadie. La reina de los zapatos neoyorquinos y la reina del cuché español cogidas de la cintura en el palacio de Windsor, 17 paginazas porcelanosenses. Con los tres niños Iglesias Preysler, Boyer Preysler y Falcó Preysler: Julio a-sus-41-años-Junior, la falsamente discreta Ana y la catódica Tamara. Y todos remozados con algún modelo/actor/niño bien, con ¿Amaia Salamanca? y Alfonso Díez, marido de Cayetano, que excusó la ausencia de su señora.

Me dio un poco de penita leer (en los pies de fotos, que es lo que todos leemos) que SJP vestía “zapatos de su colección”. Qué ironía, y qué morrazo. Total, que reniegas toda tu vida del papel que te lanzó a la fama porque te situó en la cima del shoppingalcoholismo y la frivolidad mundial y porque hizo popular a los zapatos que tienen su propio nombre... y acabas haciendo pelis de lo mismo y creando una firma ¡de zapatos! Y llenando el armario de manolos, louboutines, jimmychoos… y SJPs, claro.

Total, que ella tiene unos cuantos. Pero yo también. La venta especial fue ofertón (o eso he ido contando por ahí). Llegué con manoletinas y salí con tres cajas: sandalias, stilettos y maryjanes. Así que habemus manolos, y habemus columna.

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