Mar de fondo

Una obra de Patricia Highsmith que forma parte de Zona Negra, nueva colección de thriller y novela negra de Punto de Lectura

Vic no bailaba nunca, pero no por las razones que suelen ale­gar la mayoría de los hombres que no bailan. No bailaba única y exclusivamente porque a su mujer le gustaba bailar. El argumento que se daba a sí mismo para justificar su actitud era muy endeble y no lograba convencerle ni por un minuto, y sin embargo le pa­saba por la cabeza todas las veces que veía bailar a Melinda: se volvía insufriblemente tonta. Convertía el baile en algo cargante.

Aunque era consciente de que Melinda daba vueltas entrando y saliendo de su campo visual, se daba cuenta de ello de un modo casi automático y ...

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Vic no bailaba nunca, pero no por las razones que suelen ale­gar la mayoría de los hombres que no bailan. No bailaba única y exclusivamente porque a su mujer le gustaba bailar. El argumento que se daba a sí mismo para justificar su actitud era muy endeble y no lograba convencerle ni por un minuto, y sin embargo le pa­saba por la cabeza todas las veces que veía bailar a Melinda: se volvía insufriblemente tonta. Convertía el baile en algo cargante.

Aunque era consciente de que Melinda daba vueltas entrando y saliendo de su campo visual, se daba cuenta de ello de un modo casi automático y le parecía que era exclusivamente su fa­miliaridad con todas y cada una de sus características físicas lo que le hacía estar seguro de que se trataba de ella y de nadie más. Levantó con calma el vaso de whisky con agua y bebió un trago.

"Durante los últimos minutos el ruido había aumentado aproxima­damente un decibelio y el baile se había vuelto más desenfrenado respondiendo a la palpitante música latina que había empezado a sonar"

Estaba repantigado, con una expresión neutra, en el banco ta­pizado que rodeaba la barandilla de la escalera de casa de los Meller, y contemplaba los cambios constantes del dibujo que los bailarines trazaban sobre la pista, pensando en que aquella noche cuando volviese a casa iría a echar un vistazo a las plantas que tenía en el garaje para ver si las dedaleras estaban derechas. Últimamente estaba cultivando diversas clases de hierbas, fre­nando su ritmo normal de crecimiento, mediante la reducción a la mitad de la ración habitual de agua y de sol, con vistas a in­tensificar su fragancia. Todas las tardes sacaba las cajas al sol a la una en punto, cuando llegaba a casa a la hora de comer, y las volvía a poner en el garaje a las tres, cuando se marchaba otra vez a la imprenta.

Victor van Allen tenía treinta y seis años, era ligeramente más bajo que la media y tenía cierta tendencia a la redondez de formas, más que gordura propiamente dicha. Las cejas de color cas­taño, espesas y encrespadas, coronaban unos ojos azules de mirada inocente. El pelo, también castaño, era lacio y lo llevaba muy corto, y al igual que las cejas era espeso y fuerte. La boca, de ta­maño mediano, era firme y solía tener la comisura derecha incli­nada hacia abajo en un gesto de desproporcionada determinación, o de humor, según quisiera uno interpretarlo. Era la boca lo que le daba a su cara un aspecto ambiguo —porque en ella podía tam­bién leerse la amargura—, ya que los ojos azules, grandes, inteli­gentes e imperturbables, no daban ninguna clave acerca de lo que podía estar pensando o sintiendo.

Durante los últimos minutos el ruido había aumentado aproxima­damente un decibelio y el baile se había vuelto más desenfrenado respondiendo a la palpitante música latina que había empezado a sonar. El ruido le hería los oídos, y permanecía sentado inmóvil, aunque sabía que podía levantarse si quería para ir a hojear los li­bros al estudio de su anfitrión. Había bebido lo bastante como para sentir un débil y rítmico zumbido en los oídos, no del todo desagra­dable. Tal vez lo mejor que se puede hacer en una fiesta, o en cual­quier otro lugar en donde haya bebida, es ir adaptando el ritmo de beber al ruido creciente. Apagar el ruido exterior con el propio ruido. Crear un pequeño estruendo de voces alegres que le ocupen a uno la cabeza. Y así todo resultará más llevadero. No estar nunca ni del todo sobrio ni del todo borracho. Dum non sobrius, tamen non ebrius. Era éste un bonito epitafio para él, pero por desdicha no creía que fuese cierto. La simple y aburrida realidad era que la mayoría de las veces prefería estar alerta.

Involuntariamente enfocó la mirada hacia el grupo de los que bailaban, que estaban organizándose de repente en una fila de conga. Y también involunta­ria­mente descubrió a Melinda desple­gando una ­ale­gre sonrisa de atrápame-si-puedes, por encima del hom­bro; y el hombre que se apoyaba en ese hombro, prácti­ca­mente hundido en sus cabellos, era Joel Nash. Vic suspiró y be­bió un trago. Para haber estado bailando la noche pasada hasta las tres de la madrugada, y hasta las cinco la noche anterior, el señor Nash se estaba comportando de un modo admirable.

Vic se sobresaltó al sentir una mano en el hombro, pero era sólo la vieja señora Podnansky, que se inclinaba hacia él. Se había olvidado casi completamente de su presencia.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Vic. ¿De verdad no te im­porta encargarte tú solo de eso?

Le acababa de hacer la misma pregunta unos cinco o diez mi­nutos antes.

—En absoluto —dijo Vic, sonriendo y levantándose al mismo tiempo que ella se ponía de pie—. Me pasaré por tu casa ma­ñana sobre la una menos cuarto.

En aquel mismo momento Melinda se inclinó hacia él a tra­vés del brazo del señor Nash, y dijo casi en la cara de la señora Podnansky, aunque mirando hacia Vic:

—¡Venga, ánimo! ¿Por qué no bailas?

Y Vic pudo ver cómo la señora Podnansky se sobresaltaba y, después de sobreponerse con una sonrisa, se alejaba del lugar.

El señor Nash le dirigió a Vic una sonrisa feliz y ligeramente ebria a medida que se alejaba bailando con Melinda. ¿Y cómo podría ser catalogada aquella sonrisa? Vic reflexionó. De camara­dería. Ésa era la palabra. Eso era lo que Joel Nash había pre­tendido mostrar. Vic apartó los ojos deliberadamente de Joel, aunque siguiese hilando con la mente un pensamiento que tenía que ver con su rostro. No eran sus maneras —hipócritas, entre la afectación y la estupidez— lo que más le irritaba, sino su cara. Aquella redondez infantil de las mejillas y la frente, aquel cabe­llo castaño claro que ­ondeaba encantador, aquellas facciones re­gulares que las ­mujeres a quienes les gustaba solían describir como no demasiado regulares. Vic suponía que la mayoría de las mujeres dirían que era guapo. Y le vino a la memoria la ima­gen del señor Nash mirándole desde el sofá de su casa la noche pasada, alargándole el vaso vacío por sexta u ­octava vez, como si se avergonzase de aceptar una copa más, de permanecer allí quince minutos más; y, sin ­embargo, una descarada insolencia aparecía como el rasgo predominante de su rostro. Hasta enton­ces, ­pensó Vic, los amigos de Melinda habían tenido por lo me­nos o más seso o menos insolencia. De todas formas, Joel Nash no iba a quedarse en el vecindario para siempre. Era vendedor de la Compañía Furness-Klein de productos químicos de Wesley, en Massachusetts, y estaba allí, según había dicho, por unas cuantas semanas, para promocionar los nuevos productos de la compañía. Si ­hubiese tenido la intención de establecerse en Wesley o en ­Little Wesley, a Vic no le cabía la menor duda de que habría acabado desplazando a Ralph Gosden, al margen de lo que Melinda pudiese llegar a aburrirse con él o de lo es­túpido que pudiese llegar a resultarle en otros aspectos, ya que Melinda era incapaz de resistirse a lo que ella consideraba una cara guapa. Y Joel, para la opinión de Melinda, debía de ser más guapo que Ralph.

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