Por qué hay que dejar de comer animales para luchar contra el cambio climático

El ecologismo no acaba de entender del todo que la lucha por los derechos de las especies de granja forma parte de las propuestas que necesitamos para hacer las paces con el planeta

Un criadero de cerdos.Christian Chavez (AP)

La anécdota es conocida. Cuando le preguntaron al gran escritor polaco Isaac Bashevis Singer por qué se había hecho vegetariano, si lo había hecho por su salud, el Premio Nobel de Literatura, con su ironía habitual, respondió que no lo había hecho por eso, sino por la salud de los pollos. Las certeras palabras del autor judío siguen resonando décadas después, aunque es probable que si se lo hubieran preguntado hoy habría tenido que matizar.

Científicos y etólogos como Frans de Waal o Jane Goodall llevan añ...

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La anécdota es conocida. Cuando le preguntaron al gran escritor polaco Isaac Bashevis Singer por qué se había hecho vegetariano, si lo había hecho por su salud, el Premio Nobel de Literatura, con su ironía habitual, respondió que no lo había hecho por eso, sino por la salud de los pollos. Las certeras palabras del autor judío siguen resonando décadas después, aunque es probable que si se lo hubieran preguntado hoy habría tenido que matizar.

Científicos y etólogos como Frans de Waal o Jane Goodall llevan años desmontando la mirada antropocéntrica que había en el siglo XX hacia los animales, heredera del cartesianismo. Los animales son seres sintientes y merecerían tener otra consideración entre los humanos. A principios de año se trasplantó con éxito el corazón de un cerdo a un hombre. Si hay tanta similitud entre nosotros, ¿por qué matarlos para comer? No hacer daño innecesario a otros seres vivos, como pedía Singer, es una razón más que suficiente para dejar de comer animales. Pero en la actualidad hay otro poderoso argumento ético para hacerlo: contribuir a frenar el cambio climático y, por tanto, evitar la muerte de millones de animales (humanos y no humanos) y la extinción de miles de especies.

Según la FAO, el consumo de carne es responsable del 15% de las emisiones de dióxido de carbono que se emiten a la atmósfera (otros estudios apuntan incluso a un 20%). Eso si hablamos de este gas de efecto invernadero porque la ganadería es uno de los principales emisores de metano. Como sabemos, a corto plazo el metano calienta aún más el planeta que el dióxido de carbono. El impacto ambiental de este sector no queda ahí. Gran parte de la superficie agrícola se destina a la ganadería, bien a pastos o para producir grano para los animales. Es también una de las grandes causas de la deforestación. Lo que ocurre en la Amazonia es un ejemplo.

En un mundo en el que la escasez de agua provocará graves conflictos políticos y sociales, nos permitimos el lujo de destinar 15.000 litros de agua para producir un kilogramo de filete de ternera, mientras que se necesitan 1.300 litros para producir un kilo de trigo y 131 litros para un kilo de zanahoria. Por no hablar de la contaminación de las aguas subterráneas que provocan los vertidos de las “granjas”, sobre todo las industriales, la eutrofización de los ríos o la resistencia a los antibióticos de la que alerta la OMS debido, en gran parte, a su uso en la ganadería y posterior consumo humano.

Sustituir la carne por el pescado no es una alternativa. La pesca sostenible, como el capitalismo verde, es un oxímoron. Un ejemplo. Los científicos reunidos recientemente en Valencia en un congreso internacional de oceanografía advierten de que la actual captura anual de 100 millones de tiburones pone en riesgo el ecosistema marino. La solución tampoco está en la piscicultura, entre otras razones porque en gran parte esta industria necesita de la pesca para subsistir, como señala con agudeza Marta Tafalla en su último libro, Filosofía ante la crisis ecológica. Se requieren alrededor de cinco kilogramos de peces salvajes para producir un solo kilo de peces criados en piscifactorías.

Por tanto, si queremos que el planeta siga siendo habitable en este siglo, no solo tendremos que superar el capitalismo, decrecer y reducir drásticamente nuestros niveles de producción y consumo de materiales, sino que deberíamos dejar de comer animales. En este sentido, me resulta llamativo que las organizaciones ecologistas no tengan esta propuesta entre sus ejes centrales de actuación. Es cierto que algunas de ellas piden que se reduzca el consumo de carne y han impulsado campañas para acabar con las macrogranjas. Cerrarlas sería un gran logro, sin duda, pero no es suficiente. Los objetivos de reducción de estas organizaciones, las que los tienen, son muy pobres dada la situación de emergencia climática actual.

Hay una realidad muy obvia y a la que no se quiere mirar de frente: los límites de la biosfera hacen que sea inviable el consumo de carne y pescado para los 8.000 millones de personas que habitan el planeta. Si queremos cumplir con uno de los principios básicos de la ecología política, el de la contracción y la convergencia, para que las sociedades menos opulentas puedan comer animales otras tendrán que dejar de hacerlo. Y España está entre las últimas. Según el Ministerio de Agricultura, en 2020 se mataron en nuestro más de 900 millones de animales de granja para el consumo humano. España tiene además uno de los mayores índices de consumo per cápita de carne de la Unión Europea. Hace tiempo que olvidamos la tradicional dieta mediterránea.

De la misma manera que a la izquierda clásica le está costando asumir que el cambio climático es una manifestación de la lucha de clases, el ecologismo no acaba de entender del todo que la lucha por los derechos de los animales de granja forma parte de las propuestas que necesitamos para hacer las paces con el planeta. Si los dejamos de comer, como pedía Isaac Bashevis Singer, será bueno para la salud de los pollos, pero también para el resto de seres vivos, incluidos los humanos.

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