La batalla sin fin de los guardianes de la selva contra la mafia maderera en la Amazonia peruana
Los guardabosques se organizan para combatir el avance incesante de taladores furtivos, invasores y mineros
Los guardias forestales caminan durante horas dejando atrás pozas profundas de agua estancada teñida de negro. Es cerca del mediodía y el sol se filtra a través de los penachos de hojas verdes de las copas de los árboles. Ninguno dice una palabra; solo se pueden oír sus pisadas sobre las hojas húmedas y el silbido insistente de una piha gritona y una sinfonía de insectos. Yury Cáceres, el guardabosques que lleva la delantera, hace una señal con la mano y pide que se detengan en seco. Echa un vistazo al paisaje frondoso en busca de ...
Los guardias forestales caminan durante horas dejando atrás pozas profundas de agua estancada teñida de negro. Es cerca del mediodía y el sol se filtra a través de los penachos de hojas verdes de las copas de los árboles. Ninguno dice una palabra; solo se pueden oír sus pisadas sobre las hojas húmedas y el silbido insistente de una piha gritona y una sinfonía de insectos. Yury Cáceres, el guardabosques que lleva la delantera, hace una señal con la mano y pide que se detengan en seco. Echa un vistazo al paisaje frondoso en busca de rastros de taladores furtivos: un balde, una galonera o cualquier señal que indique que han estado allí. No detectan rastros de motosierras, pero unos kilómetros más adelante, el equipo de tres guardabosques encuentra una guarida improvisada y aparentemente abandonada. Un pantalón y una camiseta blanca cuelgan de una soguilla junto a un colchón desgastado rodeado de botellas plásticas y sacos que contienen carbón.
Los bosques del distrito de Las Piedras, en la zona suroeste de la cuenca amazónica, frontera del Perú con Brasil y Bolivia, son el hábitat de miles de especies —entre ellas el águila arpía, el mono aullador y el jaguar—, pero los leñadores están aquí por otros grandiosos tesoros de la selva. “Ahora que no hay caoba ni cedro vienen por los shihuahuacos, los gigantes del bosque y los que más dinero dan”, afirma Cáceres. Un hombre armado con una sierra mecánica puede derribar un árbol de mil años en un par de horas.
Luego de trabajar como guardaparque oficial en el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas por el Estado (SERNANP) durante casi diez años, Yury Cáceres se unió a una organización no gubernamental que tiene como objetivo crear un área de conservación ininterrumpida a lo largo de la cuenca del río Las Piedras. Con el apoyo de distintas organizaciones internacionales, adquieren concesiones de tierras del Gobierno peruano o de los actuales titulares de los derechos, y las operan como áreas de conservación empleando a guardabosques locales para que vigilen y se aseguren de que no se produzca ninguna actividad ilegal en los bosques.
“Me cansé de las irregularidades que veía en el sistema del Estado. Cuando venían la Marina de Guerra y la fiscalía, los ilegales generalmente ya no estaban presentes. Entre mis compañeros había soplones. Alguna vez encontramos un celular que solo contenía apodos. Cuando lo marcamos dimos con que uno de nuestros compañeros era quien le avisaba a los ilegales. Así es como funciona hasta hoy y cada vez hay más descontrol”, lamenta Yury.
Como este, los guardabosques comparten testimonios que reflejan una dramática corrupción. Un escenario que opera dentro de una cadena de funcionarios de diversas entidades estatales peruanas en sintonía con grandes empresarios madereros en un sistema parecido a una mafia, a una organización criminal.
Y es que para alcanzar las zonas afectadas en la cuenca de Las Piedras desde la ciudad de Puerto Maldonado, hay que tomar la vía Interoceánica, desviarse 50 kilómetros por una serpenteante trocha de tierra hasta el puerto de Lucerna o Sabaluyoc y embarcarse en un bote de motor para una travesía que puede durar horas. Luego hay que andar en la espesura de la selva, cruzar pozas de agua estancada, entre la humedad de las hojas y un lodo espeso que succiona las piernas. Las autoridades difícilmente se animan a emprender tan dura travesía dentro de las concesiones protegidas —que abarcan más de 18.000 hectáreas— incluidas las concesiones vecinas de otros titulares que no disponen de recursos para seguir protegiéndolas.
“Si encontramos alguna actividad ilegal la registramos de inmediato, pero no estamos permitidos a tomar ninguna acción”, relata Cáceres. Explica que para realizar un desalojo hay un protocolo que involucra una actitud pasiva frente a los taladores furtivos. Las intervenciones deben ser hechas con cordura ya que algunos madereros cargan escopetas y pueden reaccionar mal.
Varios de los guardias forestales que ahora protegen los bosques de Las Piedras han sido taladores furtivos y conocen las tácticas. Saben que los ilegales usan a las comunidades indígenas como puente para entrar en las áreas protegidas. En consecuencia, estas se dividen entre las que apoyan a la conservación y las que prefieren el dinero. “Nuestro trabajo no solo se trata de proteger los bosques de Las Piedras, sino de estar en contacto con las comunidades y ofrecerles alternativas, empoderar a las mujeres y educar a las nuevas generaciones”, dice Cáceres mostrando orgullo de su labor de protector.
Pero en este trabajo nunca faltan los riesgos. Las amenazas caen como cae la lluvia violenta que azota a la jungla. Según la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA) ya van 14 defensores ambientales asesinados desde el inicio de la pandemia; el último, Juan Julio Fernández, asesinado de dos tiros en la cabeza el pasado marzo. Según un reporte publicado por la organización de derechos ambientales Global Witness, el 2020 fue el año más peligroso registrado para personas que defienden sus hogares y sus ecosistemas, y casi el 30% de los ataques ocurridos están relacionados con la explotación de recursos, entre ellos la explotación forestal, la minería y la agroindustria a gran escala.
Incluso con la mejor tecnología, los guardabosques están en desventaja; generalmente hacen el patrullaje sin cargar ningún tipo de armamento y con escaso apoyo de las instituciones a cargo de la gestión forestal. De acuerdo a un reporte brindado por Dina Tsouluhas, directora del programa de guardabosques de Junglekeepers, desde el 2019 vienen presentando denuncias contra invasores ilegales en una concesión protegida en el sector de Loreto en Las Piedras, sin ningún éxito.
“Es difícil que los fiscales o policías lleguen hasta los puntos invadidos ilegalmente. Generalmente abortan la misión antes de llegar a la zona deforestada. Cuando finalmente lo hacen y únicamente encuentran áreas quemadas y degradadas y no hay evidencia de tala de especies duras, las autoridades reclaman que esto no es delito archivando los casos para siempre”, lamenta Tsouluhas. En el Artículo 310 del Código Penal peruano se declara lo contrario.
Pero los guardabosques lo hacen, en ocasiones acampando en medio de la selva, soportando la pegajosa sensación de su propia piel e improvisando más de una comida. Es difícil dar abasto cuando la deforestación avanza a un paso tan acelerado. De acuerdo con el monitoreo del Programa Nacional de Bosques del Ministerio del Ambiente, Perú perdió 203.000 hectáreas de bosque en el año 2020. Una cifra récord de deforestación, la más alta de los últimos 20 años, según el portal Mongabay, Si Lima Metropolitana fuera un bosque, en solo un año el 72% de su área quedaría destruida.
En Las Piedras las causas principales de deforestación se deben a la expansión agrícola —sobre todo para cultivo de papaya, maíz y cacao—, a la minería aurífera en algunas zonas y a la extracción maderable sobre concesiones no maderables de castaña. “Se está generando degradación y cambio de uso dentro de concesiones de castaña”, asegura la ingeniera forestal Tatiana Espinosa. “Los castañeros están vendiendo los árboles en pie y haciendo tratos con los madereros, creando carreteras clandestinas para sacar los árboles, principalmente shihuahuacos”, lamenta Espinosa.
Yony Guevara, quien trabaja como guardabosques junto a Cáceres, ha crecido entre una cultura de madereros. “Empecé a trabajar en aserraderos improvisados cuando tenía 16 años. Tenía un hermano que formaba parte del Ejército y empezó a dedicarse a la madera. Gracias a él, hice el contacto e ingresé”, relata Guevara. “Al año ya estaba cortando árboles. Cuando trabajábamos en zonas libres, íbamos dispuestos a todo, pero en concesiones privadas sabíamos que podían sacarnos. Ahora estoy en el otro lado de la moneda, pero veo más dinero y más corrupción”.
En un patrullaje reciente en la zona de la Quebrada Loreto, donde ya se abren caminos los suficientemente anchos para que puedan pasar los camiones que transportan la madera en tablillas, Cáceres y Guevara hallaron nuevas chacras de cacao y maíz, restos quemados de bosque y un colosal tocón de Shihuahuaco mutilado sobre el descampado. El extenso parche de bosque degradado era el mismo que venían observando meses atrás en imágenes captadas por un dron. Solo que esta vez, tenían ante sus ojos los restos de un inmenso tronco marrón rojizo —contrastado con vetas pronunciadas— que revelaban los anillos formados en sus cientos de años de crecimiento. Un árbol ancestral, cuyas sólidas raíces emergen del suelo formando los enormes contrafuertes, las “aletas”, que sostienen 700 años de crecimiento vertical capaz de alcanzar los rayos del sol por encima de todos los otros cientos de especies arbóreas de la selva.
Cáceres sacó su cámara y registró la escena de devastación. “Mientras llegamos a Puerto Maldonado, mostramos la evidencia, hacemos el papeleo y convencemos a uno de los fiscales para que se acerque a la zona invadida y destruida, será muy tarde”, lamentó Cáceres. “Y luego seguro nos dirán que esto no es delito, que solo es un árbol más, entre los miles y miles de árboles que se levantan en la Amazonía peruana”.
Esta cobertura ha sido posible gracias al apoyo del Rainforest Journalism Fund & Pulitzer Center