Los pequeños puntos rojos, las enigmáticas galaxias que ha descubierto el ‘James Webb’
El hallazgo más relevante del telescopio espacial de la NASA, en su primer año de funcionamiento, nos recuerda que explorar el universo es descubrir fenómenos que escapan a los conocimientos actuales
¿Qué son los little red dots (pequeños puntos rojos, en inglés), el nuevo tipo de galaxias que ha descubierto el telescopio James Webb (JWST)? Estamos ante una historia que aún no ha terminado y que, de momento, ha durado un año. Podemos resumirla en cuatro palabras: no lo sabemos; aún.
La ciencia muchas veces es enrevesada, y no solo la astrofísica que nos ocupa en ...
¿Qué son los little red dots (pequeños puntos rojos, en inglés), el nuevo tipo de galaxias que ha descubierto el telescopio James Webb (JWST)? Estamos ante una historia que aún no ha terminado y que, de momento, ha durado un año. Podemos resumirla en cuatro palabras: no lo sabemos; aún.
La ciencia muchas veces es enrevesada, y no solo la astrofísica que nos ocupa en Vacío cósmico. El adjetivo es aplicable a todos los campos de investigación. Es normal que el avance en nuestro conocimiento no siga un camino recto y llegue a buen puerto en poco tiempo y de manera sencilla. De hecho, gran parte del trabajo que tenemos los científicos se basa en poner palos en las ruedas de nuestro avance, buscando todo lo que podamos que pueda echar por tierra una teoría científica, y explorando a la vez caminos nuevos. Este objetivo crítico (por fiscalizador y crucial) lo hacemos tan pronto como se pone encima de la mesa una teoría, y también años después. Esto es exactamente lo que está ocurriendo con los estudios que se están publicando sobre la formación de galaxias a lo largo de la vida del universo, en este el primer año de funcionamiento a pleno rendimiento del JWST.
La segunda consideración es puramente astrofísica, de hecho, cosmológica. Cada vez que lanzamos un nuevo observatorio al espacio o ponemos en funcionamiento un nuevo telescopio en tierra, el universo nos sorprende. Siempre pensamos que ya hemos explorado una fracción tan alta de la edad del universo que debemos empezar a ver las primeras estrellas. Y es que ya conocemos galaxias que estaban ahí cuando el universo tenía solo un 2% de su edad actual. Dicho de otra forma, cada vez debemos estar más cerca de ver galaxias tan, tan lejanas que las estrellas que las componen deben tener (prácticamente) solo hidrógeno y helio, los componentes que calificamos de primordiales, que estaban ahí a partir del minuto cinco después del Big Bang, según nuestros modelos más avanzados. En esas primeras estrellas no veríamos elementos más pesados que el helio, que se forman en el interior de estrellas o en explosiones de supernova. Pero somos demasiado ingenuos, y el universo continuamente nos lo recuerda.
Este es de hecho el gran resultado, sin mucha discusión en la comunidad científica, que ha deparado JWST en el primer año, en el que no esperábamos el aluvión de descubrimientos de galaxias lejanas del que hemos sido testigos. Pero de eso ya hablamos recientemente. Hoy nos ocupamos de unas galaxias ligeramente más cercanas, que se formaron cuando el universo tenía entre un 5% y un 10% de su edad actual (a saber dónde están hoy, eso es otra historia) y que tienen unas propiedades únicas, no conocíamos antes (casi) nada igual.
En las primeras imágenes tomadas por el James Web con el instrumento NIRCam aparecieron unos objetos pequeños y débiles que ningún telescopio había detectado con anterioridad, ni siquiera el Hubble o los grandes telescopios terrestres como GTC, Keck o ALMA. Los llamamos objetos, por ahora, porque tienen un tamaño tan pequeño que a priori no podríamos saber si eran galaxias, estrellas, o algo diferente en la Vía Láctea. No son extremadamente abundantes, pero sí que han ido apareciendo en todos los datos que se han tomado en este primer año de funcionamiento del observatorio. Se denominan objetos muy rojos, no sólo porque no estaban detectados en la luz óptica o infrarroja cercana que detecta el Hubble, sino también porque su brillo es más intenso cuanto más rojo es el filtro en el que los observamos con el propio James Webb. Son pequeños y son rojos, así que los llamamos little red dots, no hemos tenido mucha imaginación literaria los astrofísicos aquí.
La primera interpretación que se dio de la naturaleza de estos objetos llegó a la revista Nature el 25 de julio de 2022, solo dos semanas después de que James Webb empezara a dar datos a todos los astrofísicos del mundo. En este artículo, que no se aceptó hasta el 31 de diciembre tras ser evaluado por árbitros externos, se presentaron estos objetos como galaxias ultramasivas, tanto o más que la Vía Láctea, pero que ya estaban formadas cuando el universo tenía menos de 1.000 millones de años (un 7% de su edad actual) y eran mucho más pequeñas que nuestra galaxia, al menos 20 veces. Hubo un gran revuelo en la comunidad científica porque eran demasiado masivas; algunas, incluso, parecían tener más masa de la que está disponible para formar galaxias en cualquier lugar del universo. Es como si en una fábrica de coches se construyera uno que tiene más metal que el que cabe en toda la fábrica. Se llegó a hablar de que “romperían la cosmología”, como si algo en nuestra visión general del universo, de lo que conocemos sobre su contenido en materia y energía, fuera fundamentalmente erróneo.
A partir de ese primer artículo fueron surgiendo otros en el que se presentaron nuevas galaxias de este tipo y análisis alternativos de los mismos datos y otros nuevos. No estaba ya tan claro que fueran galaxias muy masivas, pero las interpretaciones alternativas tampoco eran muy normales.
Tres explicaciones extraordinarias
Una opción era que la luz de estas galaxias no estuviera completamente dominada por la emisión de estrellas, como es lo habitual, sino más bien por gas interestelar muy caliente. El gas interestelar es el presente en el espacio que hay entre estrellas (y que es muchísimo, pues las estrellas ocupan un volumen ínfimo en una galaxia). En ese gas, que es poco denso, del orden de un cuatrillón de veces menos denso que el de nuestra atmósfera, se comprobó que había grandes cantidades de oxígeno, además del hidrógeno primordial (y helio, aunque este elemento es más difícil de detectar). Parte de la rojitud de esas galaxias se debía a esa presencia de oxígeno muy caliente, tan caliente que estaba ionizado: había perdido dos de sus 8 electrones, arrancados de cada átomo por la energía que reciben. El resultado es que las galaxias no tenían que ser tan masivas como se había afirmado inicialmente: podían tener menos estrellas, pero mucho gas emitiendo en longitudes de onda muy determinadas en bandas rojas. Además, estas galaxias parecían tener polvo interestelar, lo que las hacía aún más rojas, porque el polvo se come los fotones, preferentemente los azules.
Pero la controversia sobre los little red dots no quedó ahí. Ahora, los nuevos datos de las últimas semanas nos están indicando que la emisión de, al menos algunos de estos objetos, pudiera no ser ni siquiera debida directamente a estrellas, o a estrellas que calientan ese gas rico en oxígeno ionizado, que mencionamos en el párrafo anterior. Tanto las velocidades de esas nubes de gas caliente como la emisión en las longitudes de onda más rojas a las que llega el James Webb, con el instrumento MIRI que directamente ve la energía que emite el polvo (no es que lo detecte porque absorbe energía), parecen indicar que en estos objetos pueden existir agujeros negros supermasivos. Serían casi tan grandes (en masa) como el de la Vía Láctea, rodeados de material, gas y polvo, que se calienta a altas temperaturas (a centenares de grados el polvo, a miles de grados el gas) y emite luz infrarroja. Son muy grandes y ya estaban presentes en un universo muy joven.
¿Entonces qué son los little red dots? Pues no lo sabemos. Ahora mismo tenemos tres posibilidades, quizás haya alguna más que no se nos ha ocurrido. Toca avanzar en paralelo en las tres vías de investigación, intentando invalidar todas ellas. Eso es el método científico: idear una teoría o varias para explicar lo que nos rodea e intentar probar que son falsas. Si lo conseguimos, tendremos que buscar otra explicación (o, más a menudo, complementar la existente). Si no conseguimos invalidar la interpretación de los datos, podremos afirmar que estamos más cerca de la verdad. O que no hemos sido lo suficientemente listos e imaginativos; nos faltaría conocimiento, entonces, para saber cómo invalidar la teoría.
En este caso, una vía llegaría a preguntarse de dónde se saca tanta masa de estrellas, otra vía llegaría a preguntarse cómo es posible que el oxígeno sea tan abundante y brillante, y otra de dónde saldrían esos agujeros negros ya tan grandes en ese universo tan joven. En cualquier caso, se nos presentan muchas más preguntas que respuestas: tenemos mucho trabajo por delante y muchos datos nuevos que obtener con el James Webb.
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico, sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología, y Eva Villaver, profesora de investigación en el Instituto de Astrofísica de Canarias.
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