Los agujeros negros y el trágico origen de su nombre
El término “agujero negro” lo acuñó el físico Robert H. Dicke, inspirado en un relato histórico ocurrido el 20 de junio de 1756, en Calcuta, en el calabozo del Fuerte William
José Alfonso Morera Ortiz, más conocido como el Hortelano, fue pintor de estrellas. En uno de los muchos cielos que inventó, el Hortelano puso nombre a todos y cada uno de los cuerpos celestes de su galaxia imaginaria, bautizando como Ouka Leele a una de las estrellas; un punto de luz del que Barbara Allende tomaría su nombre artístico. Lo demás ya es historia.
Pero volviendo a la ciencia, el Hortelano siempre contaba cómo los filósofos de la Grecia Antigua pensaban que la luz provenía de nuestros mismos ojos y, por eso, cuando veían una estrella, razonaban que era porque la luz viajaba...
José Alfonso Morera Ortiz, más conocido como el Hortelano, fue pintor de estrellas. En uno de los muchos cielos que inventó, el Hortelano puso nombre a todos y cada uno de los cuerpos celestes de su galaxia imaginaria, bautizando como Ouka Leele a una de las estrellas; un punto de luz del que Barbara Allende tomaría su nombre artístico. Lo demás ya es historia.
Pero volviendo a la ciencia, el Hortelano siempre contaba cómo los filósofos de la Grecia Antigua pensaban que la luz provenía de nuestros mismos ojos y, por eso, cuando veían una estrella, razonaban que era porque la luz viajaba a una velocidad infinita para alumbrarla. Hoy me viene a la memoria todo esto, pues acabo de leer un libro que le hubiese gustado mucho al Hortelano. Lo firma la astrofísica Rebecca Smethurst y se titula Breve historia de los agujeros negros (Blackie).
Entre otras cosas, este jugoso libro nos señala el error de los filósofos griegos, pues si la velocidad de la luz fuera infinita, tal y como se pensaba, entonces podríamos ver el aspecto que tendría un agujero negro. Lo que sucede es que el límite máximo de la velocidad de la luz está en 299.729.458 m/s, y al ser la velocidad de escape del agujero negro mayor que la de la luz, la luz queda atrapada en él y por eso no podemos ver cómo sería por dentro.
El término agujero negro lo acuñó el físico Robert Henry Dicke, inspirado en un relato histórico ocurrido el 20 de junio de 1756, en Calcuta, en el calabozo del Fuerte William, para ser exactos. Los soldados del citado fuerte inglés resistieron con tenacidad el asedio de las fuerzas de Siraj ud-Daulah, el Nawad de Bengala. Al final todo aquello se convirtió en un cerco infernal del que los soldados ingleses escaparon como pudieron. Cuando el fuerte fue tomado, los soldados supervivientes fueron llevados al calabozo: una celda inmunda, un espacio angosto que denominaban: “Agujero negro”.
De esta manera, el físico norteamericano Robert Henry Dicke identificó los cuerpos de los prisioneros aplastados en el calabozo con la materia comprimida de las estrellas en un punto del espacio; una “montaña de materia que no podemos ver de forma directa porque ni siquiera la luz puede escapar a ellas”, escribe Rebecca Smethurst en este apasionante libro hecho a medida para todas aquellas personas que quieran iniciarse en la astrofísica.
Un libro que le hubiese gustado leer al Hortelano, el pintor de estrellas que siempre andaba a vueltas con Euclides y Ptolomeo quienes afirmaban que nuestros ojos estaban cargados de luz, como si fueran linternas, y con ellos se podían alcanzar las lejanas estrellas al instante, razón de más para pensar que la velocidad de la luz era infinita e instantánea. Tuvo que pasar tiempo hasta que llegó Galileo a medir la velocidad de la luz utilizando linternas desde dos colinas que se encontraban a kilómetro y medio de distancia. El tiempo transcurrido, desde que se destapaba la primera linterna hasta que se veía la luz procedente de la segunda colina, era el tiempo que tardaba la luz en recorrer ida y vuelta la distancia entre ambas colinas. Pero en el experimento de Galileo se registró la misma hora en ambas colinas, por lo cual se dedujo que la velocidad de la luz era infinita.
Con todo, no conforme, el propio Galileo explicó que la luz viajaba demasiado deprisa para poder detectarse a una distancia de kilómetro y medio. Y razón no le faltaba. Resulta apasionante la historia de la astrofísica contada de una forma tan didáctica. Hay un momento que su autora imagina que se lleva el libro en un viaje interestelar y alcanza con él a la cara oculta de la luna; lo abre y lo ilumina con una linterna, y entonces la luz reflejada en las páginas se desplaza en una trayectoria curva alrededor de la luna y llega a la Tierra, de tal manera que podemos leer sus páginas desde aquí.
Sin duda, son asuntos en los que el Hortelano hubiera pensado a la hora de enumerar las posibilidades de un agujero negro para manejar la luz y ver cosas que de otra manera no se pueden ver.
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